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TEXTO CORREGIDO

Caminaba inmersa en mis pensamientos mientras trataba de encontrar el nombre de la mujer que sería la luz inspiradora y la razón principal de mis primeras notas como escritora novel. Apenas la vi acercarse, no tuve duda, la había encontrado, Heydhy Caballero de González, mi directora. Enseguida mi cabeza se llenó de preguntas curiosas: ¿Qué retos se deben superar para llegar a ser rectora? ¿Qué significa la excelencia para la profesora Heydhy?

Me puse a investigar y quise conocer qué apreciaciones tenían los padres de familia, docentes y estudiantes sobre esta mujer que, en lo particular, me parecía genial. Todos respondieron con el mismo entusiasmo: es un buen ser humano, lleno de virtudes, sobre todo, de valores.

Por esas casualidades del destino, la profesora González visitó esa tarde el aula del séptimo A, nivel que cursaba. El motivo principal de este encuentro fue dar la bienvenida a todos los chicos de la clase. La directora, de una manera muy sencilla y jovial exhortó a todos los presentes a estudiar con ahínco y mostró empatía al remontarse a su vida escolar.

Recuerdo que mencionó sus raíces veragüenses e inició la plática comentando que provenía de una familia humilde de varios hermanos; también indicó que siempre quiso ser maestra y que la ausencia de recursos para comprar libros y zapatos no fueron impedimento para lograr sus sueños.  En broma comentó que solo tenía un par de zapatos y que, por el uso constante, se le hizo un hoyo en la suela, lo cual complicaba arrodillarse en la iglesia.

Con una risa en los labios agregó que su primer sueldo fue para comprarle zapatos a todos en su familia. Su carisma es único, logró que todos riéramos con ella y confieso que, además, de una manera sabia, hizo que recibiéramos el mensaje sobre la importancia de los estudios y la constancia cuando se quiere lograr una meta.

La profesora Heydhy es una profesional comprometida, graduada de maestra en la Escuela Normal de Santiago Juan Demóstenes Arosemena, cuna de formadores en Panamá. Su amor por la docencia la llevó a especializarse en la asignatura de Español y desde 2013 es la directora del Centro Educativo Guillermo Endara Galimany, colegio de renombre nacional y ganador de primeros lugares en concursos como el de Excelencia Educativa y Oratoria.

La directora tiene la habilidad de ponerse en el lugar de los demás, es una persona que vela por todos en la escuela, más allá de lo educativo. En todas las actividades que propone se ve reflejado ese toque especial, que son los valores como parte de la formación integral de los estudiantes.

En el año 2018, en la revista digital Panamá Oeste 20/20, manifestó que el Concurso Nacional de Excelencia Educativa «es la oportunidad de evaluar y de reconocer las fortalezas y debilidades que nos permitirán ir hacia la excelencia educativa”. Es notorio ver el gran empeño y dedicación con la que realiza su trabajo.

Me encontraba sentada tomando un café en la terraza del lugar que considero mi hogar, una pequeña comunidad donde siempre huele a dulce —¿será porque cultivan caña?— ubicada en Santiago, provincia de Veraguas. De repente, surgió una pregunta: ¿Quién es la mujer más fuerte que he conocido? En ese mismo instante, alguien pasa detrás de mí y se sienta a mi lado; la miro y, mientras sostiene un tejido entre manos, sus ojos achinados me dan la certeza de lo que estoy pensando: ¡Es mi abuela Raquel María Hernández Batista de Posada!

Apenas se acomoda en el taburete, le lanzo la pregunta con la que considero mi respuesta: por supuesto, eres tú, mi amada abuela, y ella se quita los lentes y se cubre los ojos con sus manos…

Entonces giro mi cuerpo hacia ella, la miro cuidadosamente y le propongo recordar las historias y travesías que siempre me cuenta mostrándome fotos que evidencian las aventuras de la que una vez fue una joven educadora. Son algunas anécdotas peligrosas, otras tristes, hermosas y felices.

—Recuerdo —dijo, mientras me acerco curiosamente a escuchar el nuevo relato— cuando tuve que irme a San Blas y me vi obligada a dejar mi mayor tesoro, mis hijos; pero también a mi familia y amigos, para llegar a un lugar con nuevas personas y un idioma distinto. Una situación difícil, aunque considero que fui fuerte, y me aventuré en una avioneta blanca rumbo al aeropuerto del Porvenir para después abordar un cayuco que me llevaría a mi destino, la isla de Soledad Mandinga. Me sentía igual que el nombre del lugar… Allí ejercí mi profesión de educadora.

—¿No te dio miedo? —pregunté.

—Sí, pero lo hacía porque necesitaba el trabajo y devengar un sueldo, quería lo mejor para mi familia —manifestó, mientras se le dibujaba una sonrisa amable y seguía tejiendo una de sus toallas. Le encanta bordar y coser.

—Con el pasar de los días, la isla y sus pobladores me parecían maravillosos —rememoró—; a pesar de no entender el idioma, supe comunicarme con ellos por señas y así fui conociendo a uno que otro morador que sí hablaba español; de esa forma aprendí pronto la lengua guna y pude darle clases a los niños en aquella escuela multigrado en el archipiélago de San Blas.

Desde niña mi abuela se encargó de hacerme una gran cantidad de vestidos, toallas y almohadas. Siempre ha estado conmigo, aún desde la distancia, debido a su trabajo de maestra. Me ayuda en todo momento, brindándome tiempo y dinero.

Es una mujer paciente que siempre repite la frase de mi bisabuelo: “Nunca te canses de hablar”, y de esa forma crio a sus tres hijos, siendo mi madre la mayor.

Le doy un último sorbo a la taza de café caliente que tenía entre manos y la vuelvo a observar: ella es, sin duda, la mujer que me inspira, la mujer con una fortaleza de espíritu digna de admirar. Todas deberíamos ser así, pensé, mientras se escapaba una risita de mi boca.

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Sherlys Athanasiades es una mujer que inspira: su niñez y adolescencia trascendieron siendo alguien que no era. Tuvo que luchar sin rendirse para alcanzar sus sueños. Hoy es reconocida como una mujer trans panameña, es decir, “nació con sexo masculino, pero desde muy temprana edad percibió su identidad de género como femenina”, de acuerdo a una nota publicada en el sitio web del periódico Mi Diario (2019).

Algo que siempre tuvo claro Sherlys desde niño, y que inició desde el momento que cumplió los dieciocho años, fue el interés de cambiar de nombre. Para lograrlo, recibió el acompañamiento y asesoría de la abogada Mónik Priscilla y el apoyo incondicional de sus padres, a quienes agradece infinitamente, pues reconoce que también enfrentaron momentos difíciles.

Es evidente la felicidad de esta joven a través de las siguientes palabras: “Es un día para agradecerle a Dios, primero que todo, por cumplir uno de mis mayores deseos, el cambio de nombre. Los sueños se cumplen, si te lo propones, todo se cumple. Desde hoy soy oficialmente Sherlys Athanasiades Serrano”, manifestó para Mi Diario.

Su valor superó discriminaciones y ofensas cuando logró convertirse en una mujer reconocida oficialmente por las autoridades panameñas y culminó satisfactoriamente todo el proceso de cambio de nombre en el Tribunal Electoral.

Sherlys es una mujer común que inspira e inspirará a muchísimas personas, no sólo en Panamá, sino en otras partes del mundo.

Este sería el segundo caso en Panamá en el que un trans ha logrado el cambio de nombre. Sherlys fue precedida por la modelo y activista de derechos humanos Candy Pamela González, quien logró este objetivo en el año 2016.

Según las leyes panameñas, el proceso puede ser solicitado si la persona comprueba que, por lo menos en los últimos cinco años, ha utilizado el que será legalmente su nuevo nombre. Los requisitos son claros y en nada hacen referencia a un cambio de sexo.

De este hecho nace en mí una interrogante: ¿Por qué hay que luchar y ser fuerte para poder expresar lo que eres? Algún día me gustaría poder ver un Panamá donde se respeten las diferencias individuales y la gente pueda expresarse con libertad, sin ser callado por quienes también tienen miedo o simplemente están en contra de lo que piensas.

Sigo buscando un Panamá donde dos personas con creencias completamente diferentes puedan convivir debajo del mismo techo sin tener que ofenderse.

Ansío un Panamá donde no exista la necesidad de esconderse, no solo por miedo a lo que te digan, sino por temor a las reacciones descabelladas de personas que escuchen tus ideas y no estén de acuerdo.

Por último, anhelo un Panamá donde la voz de los jóvenes sea tomada en cuenta y no tengan que esperar a ser adultos para que se validen sus palabras.

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Dentro de las comidas típicas de mi bello país, Panamá, se encuentra el tamal, platillo de origen precolombino preparado a base de masa de maíz y relleno de pollo o carne. En lo personal, tamal delicioso es el que hace mi tía Irma Vargas, cuyo sabor es único.

Estoy en la sala culminando una asignación de Historia en la que se mencionan las tradiciones de nuestra patria y, de repente, me llega un aroma singular y conocido a la vez. Me dirijo a la cocina y descubro a mi tía preparando una de sus recetas favoritas: me quedo observando cada movimiento, desde el más insignificante hasta el más relevante.

—¿Isabel, quieres aprender? —me pregunta e inmediatamente acepto.

Me aproximo a la mesa.

—¡Guau! —expreso al observar las diversas vasijitas con condimentos: una tenía pasitas; otra, un pollo guisado con un color vistoso y aspecto delicioso; en la más pequeña había un guisado de especias y en otra, las aceitunas.

En una esquina está la olla hirviendo sobre la estufa. Puedo apreciar el inigualable color amarillo de la masa del maíz. Tía Irma toma una cuchara y sirve masa en las hojas de tallo ya hervidas, añade pollo guisado, guiso, pasitas, aceitunas, lo envuelve todo con las hojas de faldo (hoja de plátano utilizada para envolver el tamal) y procede a amarrarlo con hilo pabilo. Para finalizar, lo introduce a la olla de agua hirviendo.

Después de diez minutos, se percibe el aroma de los tamales recién hechos. Provoca degustarlos y acompañarlos con arroz blanco, ensalada de tomate y pepino, y para beber, una refrescante limonada con raspadura.

Tía Irma Vargas me mira atentamente y reacciona con una risotada ¡Ja, ja, ja! y su frase más auténtica: “¡Comida buena es la que hago yo!”. Y no la contradigo, porque tiene toda la razón.

Me expresa con sencillez: «Me recuerdas a mí cuando estaba joven, llegaba del colegio y me paraba en la puerta de la cocina a observar las delicadas manos de tu abuela Angelina mientras preparaba todos los ingredientes para hacer tamales; observaba los granitos de maíz en su delantal y ese toque de amor con el que hacía todo».

Interesada en aprender, dice que un día se acercó y se ofreció a ayudarla. La abuela le dijo: “Mira, mamita, ve aprendiendo porque no te voy a durar toda la vida”. Y en enseguida le empezó a explicar detalladamente todo el procedimiento, a la par que tía Irma seguía con detalle cada instrucción, asegurando que la tradición familiar perdurará para las siguientes generaciones.

Para Navidad nunca faltan los tamales en la mesa decorada con flores, frutas, postres, ensaladas y demás. Tenemos la costumbre de compartir con toda la familia. Irma acostumbra a llevar su platillo icónico para acompañar el arroz con guandú y la ensalada de papas y remolacha que hace mí tío Abdiel, otro talento de la cocina con el que cuenta la familia Vargas Padilla.

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Los abuelos representan el tesoro más valioso que puede tener una familia. Conocer las costumbres del pasado y poder describir con lujo de detalles nuestras propias vidas a través de sus ojos, es una oportunidad grandiosa.

Por circunstancias del destino, solo conocí a mi abuela paterna, que para todos era fuente de conocimientos y el brillo del sol que nos energizaba.

Pastora Siles, de origen nicaragüense, se dedicó desde joven a la docencia e impartió clases como educadora en Honduras, país donde nacieron sus dos primeros hijos.

Para el año de 1937, Nicaragua experimentaba uno de los episodios más crudos de su historia, iniciaba la dictadura de Anastasio Somoza, que duró casi tres décadas, sin dejar de mencionar los años sucesivos con el resto de su familia que fueron igual de difíciles. Según un ensayo del profesor Roberto González Arana, director del Instituto de Estudios Latinoamericanos y Caribeños de la Universidad del Norte en Colombia, Nicaragua ha sido un país gobernado por una dinastía dictatorial que duró casi medio siglo y luego pasó por un proceso revolucionario.

La pobreza y la inestabilidad política de la época fueron el principal motor que originó una fuerte migración de ciudadanos, de la cual mi abuela fue parte.

En 1955, a los 30 años, se trasladó a Costa Rica, donde laboró en una industria textil e intentó formar un hogar con una nueva relación que no prosperó. Pastora, madre soltera, se convirtió en el pilar de su hogar y crio a sus cuatro hijos con un salario que apenas alcanzaba para lo necesario.

Los mayores de la casa coinciden en que fue una mujer fuerte y con valores. Según mi padre, si le preguntabas cómo estaba, ella siempre respondía: “Cada día más joven”, con una mirada y sonrisa entre pícara y compasiva a la vez.

Los recuerdos que tengo de ella son muy vagos. Llegó a Panamá en la década de los 90 porque mi padre decidió que viviría un tiempo con nosotros. Me cuentan que me vio nacer, me cargó en sus brazos, pero era muy pequeño para recordarlo. Lo que sí guardo como el más grande de los tesoros es su dulce voz y la forma de arrullarme.

A los 87 años el brillo de sus ojos se apagó como una estrella que se consume en el universo. En aquel entonces yo solo tenía seis años y no podía procesar la idea de que no la volvería a ver, era la primera vez que perdía a un ser querido, fue un golpe muy fuerte, pero, a pesar del tiempo, mantengo muy vivas las memorias.

La abuela Pastora dejó un importante legado, fue una mujer de fe, trabajadora y disciplinada. Sin importar las circunstancias, siempre mantuvo una actitud positiva. Para mí es sinónimo de estímulo y ejemplo de vida.

En medio de la remembranza me llena de satisfacción saber cómo, entre la luz del día, mientras el viento sopla y las nubes se mueven, puedo afirmar que en mi vida existe una mujer que me inspira.

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La señora Angélica, como de costumbre, se encontraba haciendo los quehaceres de la casa. Todo indicaba que sería un sábado sin mayores contratiempos, sin embargo, la rutina tuvo un repentino giro de 180 grados.

Ese día, el hijo mayor, José Luis, que desde hacía un tiempo vivía con ella, producto de haber terminado una relación algo complicada, decidió ocupar la mañana para realizar todas las diligencias pendientes. Una de ellas, y la más importante, era visitar a su hija menor quien vivía en casa de la bisabuela materna, junto a la madre y otros hermanos.

Al llegar al hogar, su gran sorpresa fue encontrar a la pequeña Sol y al resto de sus hermanos en una condición lamentable: los niños estaban solos con la adulta mayor, quien no podía atenderlos debido a su avanzada edad.

José Luis tuvo que tomar la decisión de llevarse a la niña con él y desde ese momento la señora Angélica empezó a desempeñar el rol de madre, ya que su hijo, al no tener experiencia y sentirse inseguro por no saber cómo cuidar a la infante, decidió pedirle ayuda.

Angélica, a los 56 años y con 7 hijos, tuvo que retomar los conocimientos adquiridos años atrás, pues todos sus retoños pasaban ya la mayoría de edad.

Los primeros días fueron de adaptación: preparar biberones y cambiar pañales ya no era parte de su vida. Sin embargo, lo aprendido no se olvida y logró hacerlo nuevamente con todo el amor de siempre.

A medida que pasaban los meses, todo se iba haciendo cada vez más sencillo. La niña, desde pequeña, fue muy cariñosa y pudo adaptarse fácilmente. Angélica contaba con el gran apoyo de su esposo Lucho, siempre responsable y caballeroso, con quien había formado una gran familia. Ella nunca tuvo necesidad de trabajar fuera de las muchas responsabilidades del hogar.

La abuela había acogido a la nieta como su propia hija, no entendía cómo se podía ser tan indiferente con la crianza y protección de un menor, aun a pesar de las leyes existentes en el país. Según la Convención sobre los Derechos del Niño (Asamblea de las Naciones Unidas, 1989), Artículo No. 27, numeral 2: “A los padres u otras personas encargadas del niño les incumbe la responsabilidad primordial de proporcionar, dentro de sus posibilidades y medios económicos, las condiciones de vida necesarias”.

La niñez de Sol transcurrió como la de cualquier otro menor. Los primeros años de escuela fueron difíciles para la abuela. Sol necesitaba otro tipo de atenciones y Angélica no estaba para esos trotes, pero le enseñó a escribir y leer, entre otros aprendizajes.

La dedicación y entrega que tuvo con la nieta fue la misma que, en su momento, le ofreció a sus hijos. Angélica y José Luis eran conscientes de que había que decirle la verdad a Sol, y así lo hicieron.

Angélica es una mujer que inspira. Hoy sigue activa y con el mismo entusiasmo de ayudar al prójimo. Solangel la define como puro amor.

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Como una semilla que recibe los primeros rayos de sol y germina, la pequeña de seis años —mi madre— conocía la suma, la resta, lectura silábica y escritura gracias a las enseñanzas de la señora Judy, mi abuela.

En 1978 inició estudios primarios y durante esta época tuvo maestros inspiradores que detectaron su talento para las ciencias exactas, en especial para materias como Matemáticas y Ciencias Naturales. Era la tutora de sus compañeros.

Al completar la primaria, ingresó al Instituto Justo Arosemena, centro educativo de carácter privado en donde, por su alto nivel académico, saltó del primer año al tercero de secundaria cursando las materias básicas en dos meses intensivos. Terminó el bachiller en Ciencias a los 15 años. Debo mencionar que son muy pocos los centros educativos que se dedican a fortalecer y reconocer el desempeño estudiantil, lo que se conoce como altas capacidades.

Concluida la secundaria, le ofrecieron la oportunidad de estudiar en la Universidad Tecnológica de Panamá dos carreras seguidas: Ingeniería Industrial y Docencia en Física. A este nivel le representó un reto identificar las carencias de algunos estudiantes universitarios y el hecho de que había pocas mujeres dedicadas a dichos campos. Sin embargo, esto no fue obstáculo y culminó ambas profesiones exitosamente. Esta fue la llave maestra que le permitió iniciar una nueva historia en este campo. A partir de aquel momento empezó a laborar en distintos planteles educativos de la región metropolitana.

Reconocida por su trabajo, obtuvo una beca de excelencia para un postgrado en Enseñanza de Ciencias por Indagación, avalado por la Secretaría Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (SENACYT); se graduó con el primer puesto de honor. Al culminar estos estudios especializados participó, durante un periodo de tres años, en la preparación y acompañamiento de educadores de nivel primario para aplicar estrategias indagatorias a los chicos, desde preescolar hasta séptimo grado, que permitieran mejorar el proceso de enseñanza- aprendizaje de las ciencias.

Actualmente continúa su desarrollo profesional cursando una especialización en Enseñanza de la Física, con una beca de excelencia por SENACYT y a la vez dedica tiempo a su hogar y a su trabajo docente a través del cual impulsa el desarrollo de las ciencias siendo tutora de proyectos científicos.

Durante la pandemia aplicó herramientas TIC (Tecnología de la Información y la Comunicación) para hacer interactivas las clases virtuales y fortaleció su formación integral con un diplomado en Inteligencia Emocional. A la vez, mantuvo activos a los estudiantes promoviendo y dando seguimiento a los proyectos innovadores que surgieran para concursar y desarrollar talentos, habilidades y destrezas científicas.

Considero que la mujer de la física, mi progenitora, es una mente brillante con corazón de oro, fuente de inspiración y una de las mejores docentes de nuestro país.

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Yara Johnson, mujer de tez negra, cabello oscuro y carácter determinante lleva en la sangre el ADN de lucha y superación que le heredaron sus antepasados de origen francés. Su bisabuelo había llegado a Panamá en busca de nuevas oportunidades durante la construcción del Canal por parte de Estados Unidos.

La joven Johnson siempre quiso ser azafata, inició estudios en 1990 y culminó al año siguiente. Con título en mano, intentó ejercer la profesión de la que se había graduado, sin embargo, le fue imposible y decidió trabajar como niñera.

Entre familiares y amigos, surgió una gran interrogante, especialmente para Bryan, su sobrino, que en una de las tantas conversaciones que solía sostener con ella, le preguntó: «Tía, ¿qué ocurrió con los deseos de ser azafata? ¿Por qué abandonaste tu sueño de volar y conocer otras culturas?».

Aunque había pasado mucho tiempo, la tía respondió, con algo de nostalgia e hidalguía, que había tomado la decisión por una promesa hecha a su madre: que trabajaría desde tierra, como azafata terrestre, para calmar sus temores por los vuelos.

Al chico, esta respuesta le pareció algo contradictoria, tomando en cuenta la profesión de su tía. Posteriormente, comprendió que la abuela dudaba de la seguridad de los aviones. En aquella época eran frecuentes los accidentes aéreos.

Trabajando como niñera, conoció a un joven estadounidense de nombre Jhon Winemam, militar de tez blanca y cabello rubio, con quien estableció una relación y se casó en 1993, adoptando el apellido del esposo.

Pasados seis meses de matrimonio, la pareja se mudó a Estados Unidos, específicamente a Texas. Yara, sin saber más que lo básico en inglés, lo primero que hizo fue ingresar a una escuela para aprender el idioma.

Pronto llegaron los hijos y en 1995 nació Glen, el primogénito; posteriormente, Garrett; y en el año 2000, Heather, la princesa de la familia.

Todo marchaba bien, pero Yara sentía que se debía algo a sí misma. Luego de tener a sus hijos, laboró en lugares como pizzerías y restaurantes, procuraba que los compromisos del trabajo no interfirieran con la responsabilidad de ser madre y estar atenta al hogar. Además, decidió estudiar la carrera de Enfermería, de noche, mientras atendía a los hijos durante el día.

En la actualidad labora como enfermera y sus hijos ya son adultos. Glen trabaja en una empresa petrolera; Garrett se ha desenvuelto en el medio militar y la más pequeña estudia Medicina y obtuvo una beca en sóftbol.

Yara Winemam es una mujer inspiradora que hizo un gran esfuerzo por cuidar a sus tres hijos, trabajar, estudiar una carrera, enfrentarse a la barrera de un idioma distinto al suyo y adaptarse a otra cultura fuera de su país.

Según la Oficina del Censo de los Estados Unidos, el porcentaje de hispanos para el año 2021 en el Estado de Texas ascendió a un 39.3%.

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Cuando vio los destellos del mundo por primera vez, ya conocía las pocas cosas que le pertenecían. Su nombre, Linda, un pequeño hogar situado en Vista Alegre y el sentimiento abrumador de tener que madurar más rápido que cualquier otra niña para sobrevivir.

Aún con su corta edad ya cargaba con varias responsabilidades que ni siquiera un adulto podría desempeñar sin quebrarse en llanto. Calmar el hambre de diez hermanos dependía de cuántas botellas de nance o latas vacías pudiera vender diariamente. La educación anticuada que les impartió el padre dejó marcas que, más allá de su piel, atravesaron su corazón. No tuvo el privilegio de una burbuja familiar que la protegiera del mundo cruel que ningún infante debería conocer. Por lo que, un día, decidió que había sido suficiente.

Incluso con todas las escalas grises que pintaban su vida, se las arregló para traer orgullo a la familia. De la boca de sus maestros solamente había espacio para los elogios por su brillantez, lo que hizo que más de una lágrima de orgullo fuera derramada por su madre, el ser más precioso, adorado y que representaba su mundo entero. Linda se esforzó en cada paso que daba con una sola meta en mente: disminuir el peso de los hombros de mamá. Tomó la dura decisión de dejar su hogar y familia atrás para poder recibir una educación superior y conseguir un estilo de vida más humano para todos.

Pero como una puñalada en el estómago o una burla del mundo ante sus esfuerzos, su madre murió, dejando solos a niños que apenas tenían la edad suficiente para caminar, al cuidado de una joven inexperta que no podía asimilar que se había quedado sola, incluso huérfana, sin poder contar con una figura paterna responsable.

A partir de ese entonces, ella pasó a un segundo plano y la familia fue su prioridad. Con un poco de ayuda del que se había vuelto su esposo, fruto de un amor adolescente, logró enviar a algunos hermanos a la universidad, llenó sus estómagos y les brindó un techo seguro.

Años después, luego de muchos esfuerzos sin resultado y pocas esperanzas de los doctores, nacieron de su vientre tres niños y una niña, en los que depositó todo el amor y seguridad que siempre había deseado recibir. Dejó florecer su maternidad mientras terminaba un matrimonio que solo le traía infelicidad. Podía afirmar que, por cada rayo de luz que conseguía, siempre había una nube azul sobre su cabeza que intentaba borrar con desesperación, luchando por el día en que, finalmente, se sintiera plena y feliz.

Con el tiempo descubrió que la felicidad podía brotar de todas partes a pesar del hambre, la pobreza, las inseguridades y el futuro incierto. No se arrepentía de sus pasos y ya no se sentía sola. «La felicidad son los momentos de alegría que compartes con la familia que amas», dice Linda Fonseca, una mujer que inspira.

Es sábado y junto con mi familia hemos decidido viajar a Portobelo, en el caribe panameño. Se trata de un recorrido que dura poco más de una hora en auto desde la ciudad de Panamá.

“Hace más de 500 años Portobelo fue una de las poblaciones más importantes de América durante la época virreinal y el puerto por el que pasaron la mayoría de los barcos españoles con el quinto real rumbo a la España peninsular”, leía mi madre en un volante informativo.

Tomé el papel y alcancé a ver un escrito en la parte externa: “Hombres y niños de la cultura congo (esclavos) usan trajes extravagantes, hechos con trapos y objetos encontrados, durante el Festival de Congos y Diablos en Portobelo, Panamá”.

Me sentí muy emocionada, con cámara en mano estaba lista para capturar las maravillas de la fiesta cultural que se celebra cada dos años en la provincia de Colón y que revive la lucha entre el bien y el mal, entre el negro esclavo y el blanco español, entre Dios y el diablo. La tradición prevalece con el sonido del tambor y rememora el tiempo de la Colonia. Es una manifestación autóctona de ritmo y folclore que ha permanecido intacta.

Sentí mucha alegría por participar en el evento y me llené de orgullo al observar el letrero: “La cultura congo fue reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en noviembre de 2018”.

Todo era perfecto, la temperatura alcanzaba unos 28 °C, agradable a los turistas y locales que recorrían las calles inundadas de una mezcla de olores propios de la gastronomía afrodescendiente. En las fondas abundaba el saus, el arroz con coco y el pescado con leche de coco, así que me animé a ordenar una torreja de bacalao y una chicha de saril muy fría.

Entre los callejones se escuchaba el pujar de los diablos y sus latigazos, así como el compás de los cascabeles que usan en los pies. El tambor zumbaba acompañado de danzantes mujeres negras quienes marcaban el ritmo con sus palmas. Ellas lucían polleras de colores y adornaban sus cabezas con flores. 

Cuando miraba a los congos pensaba que personifican a los antiguos negros esclavos que huían de sus amos españoles. Era como revivir la historia descrita en los libros… ¡Qué feliz me sentí de la herencia cultural de mi país!

Seguí caminando por las ruinas cargadas de historia y belleza, mientras reflexionaba sobre esta fiesta de expresiones e intercambio sociocultural.

Al caer la tarde debía volver a casa, pero esta vez cargada de cultura e identidad, con el recuerdo de los colores e historias antiguas de dolor, lucha y victoria de aquellos que sufrieron maltrato y que murieron por su raza y libertad. Antes de marcharme, aprecié la belleza de las playas con aguas cristalinas, arena blanca, aire puro y el sonido de las olas reventando en la orilla, así como las sonrisas de mis familiares por este viaje tan emocionante.