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Es lunes. Se escucha el canto de los pájaros y las ramas de los árboles chocan entre sí. Son las 6:00 a.m. Maya escuchó la alarma y se despertó asustada pensando que era tarde. Vio la hora y se relajó al saber que todavía tenía alto de tiempo. Se sentó en su cama, giró su rostro hacia la ventana y descubrió que sería una mañana despejada y linda. A pesar de semejante ambiente, le da mucha pereza hacer la misma rutina cada día.

Finalmente se levantó, fue al baño y luego a alistarse para ir a la escuela, ya que sus clases comienzan a las 7:00 a.m. Desayunó, después se puso el uniforme y se cepilló los dientes. Ya estaba lista para ir a su plantel. No hace mucho, en el segundo trimestre, a Maya la transfirieron a sexto grado y ya se conoce con la mayoría de sus compañeros.

Al llegar al colegio, saludó a quienes estaban en la entrada y a sus compañeros de salón.

El ambiente cálido y luminoso estuvo así los siguientes días hasta el jueves. Ese día se percibía algo distinto en la atmósfera  y en el salón de clases se comentaba que la maestra daría un anuncio importante.

Los estudiantes estaban ansiosos, entre ellos se preguntaban si sabían algo de “un viaje”. Algunos decían que así, otros no tenían ni idea sobre el anuncio que brindaría la docente. Las dudas fueron despejadas hasta después del recreo, cuando la maestra les dijo que harían un paseo a la Presidencia de la República.

La Presidencia de la República, también conocida como El Palacio de las Garzas, es uno de los inmuebles insignias del Casco Viejo de Panamá. Recibe ese nombre porque en el año 1922, el poeta Ricardo Miró le obsequió dos garzas al entonces mandatario Belisario Porras y desde ese entonces las aves se han convertido en habitantes de honor en el palacio.

Pero antes de eso, en el año 1740, el inmueble fue sede de la oficina de Aduanas. Aunque 16 años después, lastimosamente hubo un incendio que destruyó gran parte de su estructura. Pero fue remozado y en la actualidad es un espacio muy elegante, que a la distancia sobresale con su color blanco.

Después del anuncio, las clases continuaron normales, pero ahora todos se sentían más alegres.

El tiempo pasó volando y crecía la emoción de los alumnos para que llegara el viernes 24 de agosto, fecha de la excursión.

Un día antes, a eso de las 3:00 p.m., le dijo a su madre: “Estoy muy emocionada por lo de mañana”, su mamá le respondió con una sonrisa mientras lavaba los platos.

¡Llegó el viernes! Maya se levantó muy feliz, imaginando todo lo novedoso que vería. Se alistó y fue hacia la escuela en donde se organizaron y se pusieron en marcha para ir a su anhelado destino.

En el trayecto por el corregimiento de San Felipe vieron los bonitos balcones y las callejuelas del Casco Viejo, transitadas por personas en sus labores diarias, otras haciendo ejercicio con sus mascotas y algunos que se transportaban en bicicletas; también habían turistas en el área. Al llegar a su destino, caminaron hacia la hermosa entrada principal de un palacio blanco como las nubes.

Los guardias los recibieron con respeto y educación. Los estudiantes admiraron la fuente que está al entrar, vieron a las garzas en un espacio con bellas plantas que parecía un oasis. Una guía les iba contando sobre la historia del sitio y les explicaba las diferentes obras de arte que engalanan sus paredes. Algunos chicos aprovecharon la imponente escalera central para tomarse fotos. Al subir, apreciaron un pasillo donde hay esculturas de importantes personajes de la historia de nuestro país.

Después, en otra escalera, todos quedaron sorprendidos al ver un elegante salón que parece de oro, con su techo decorado con pinturas de personajes ilustres. Y entre tantas sillas destaca una en particular: la solemne silla presidencial.

Maya está impresionada de lo que sus ojos observan. Toda la experiencia fue más emocionante de lo que ella imaginó. 

Al terminar el recorrido les dieron un brindis y se fueron de vuelta para la escuela, pero antes se detuvieron a comer pizza, algo que no podía faltar en la excursión escolar, y que todos disfrutaron.

Sin duda, Maya vivió un momento inolvidable con sus compañeros, al conocer un verdadero palacio, lleno de mucha historia y que sigue vigente hasta nuestro tiempo.

Aquel viernes 14 de septiembre de 2015 salí junto a mi mamá, mi abuela, tres primas, varios tíos y dos familiares más rumbo a La Palma, en la provincia de Darién. El objetivo final era llegar a isla San Andrés, en Colombia.

Ese día salí del colegio con toda la emoción del mundo. Llegué a mi casa y almorcé rápido. Luego un automóvil vino a recogernos para llevarnos a la terminal. Me sentía ansioso mientras hacía la fila para abordar ese vehículo. Se supone que saldríamos a las 10:30 p.m., pero el autobús salió media hora después. Me tocó sentarme junto a una de mis tías, la de mayor edad. ¡Jesús!, ella estaba tan asustada por el viaje que me contagió de sus nervios.

Llegamos a eso de la 1:00 a.m. El cambio del frío del aire acondicionado del bus al calor de La Palma fue drástico. A pesar de lo tarde que era, el montón de maletas que llevábamos y la temperatura tan horrible, nos tocó ir caminando hasta el hotel, que queda como a dos cuadras de la terminal. Cuando llegamos nos dieron unos deliciosos emparedados y nos asignaron las habitaciones (por suerte con aire acondicionado), y allí pasamos lo que quedaba de la noche.

Ya en la mañana pudimos trasladarnos hasta la turística isla San Andrés. Justo esa mañana estaba programado un paseo en barco por la bahía, pero por culpa de esa mala costumbre panameña de la impuntualidad, no llegamos a tiempo. Así que aprovechamos para ir a la playa que está justo frente al hotel. El sitio es realmente hermoso, el sol que hizo ese día fue ideal para pasar en el mar hasta tarde. 

El 16 de septiembre tocaba el paseo de las mantarrayas, pero me dio mucho miedo y no fui a verlas. Me quedé en el barco, tomé fotos… pero estuve muy mareado. Aunque el barco estaba anclado y no podía avanzar, sí se tambaleaba tremendamente y me provocó vómitos. Traté de calmarme. Allí nos quedamos como dos horas hasta que volvimos al hotel.

El tercer día de nuestra estadía fuimos a recorrer el lugar, después de pasar toda la mañana en la playa. Cuando estaba almorzando, experimenté una pena muy grande, al momento de la comida buffet. Estaba con mis tres primas en una mesa y quien se levantaba a coger más jugo, le servía al resto. Me paré y no sé por qué rayos saludé al señor que estaba a mi lado, sirviéndose jugo también, pensando que era mi tío. Le dije: ¡Hola!, y él me respondió: “¿Quién eres?”. A lo que le respondí: “pues, Kenny”… él solo se alejó riéndose. La actitud de mi ‘tío’ me pareció muy rara.

El asunto tuvo más sentido cuando me senté y vi a mi tío… allí me percaté de que había saludado a un señor que no conocía. ¡Qué pena! Comí rápido y me fui de allí por la vergüenza. Tanto el señor desconocido, como mis primas y toda mi familia se reían de mí.

Después recorrimos la isla en el bus y pude darme cuenta de que los turistas solo vemos la parte bonita de los sitios, porque si vamos donde viven los isleños, el panorama es totalmente distinto.

El cuarto día fue el mejor. Primero fuimos al parque, rentamos carretas y vimos un montón de pececitos. Visitamos el mar, fuimos a un acuario que queda en la mitad del mar. Por cierto, ¡el mar es hermoso! Las zonas de color azul más oscuro son las más profundas; el azul claro tiene entre dos y tres metros de profundidad; y las zonas azules verdosas eran las menos profundas, tenían ese color por la arena y podíamos encontrar áreas de ese tono por más lejos de la orilla que estuviéramos.

También vimos cangrejos y una mantarraya. Para que los turistas se tomaran fotografías, los señores que tenían la mantarraya decían: ‘’A 5,000 pesos la foto con la mantarraya Lola’’. Era grande y blanca. Me dio miedo tomarme una foto con ella, pero la vi bien de cerca.

Después nos llevaron a la isla de Johnny Cay en lancha. El viaje es adrenalina pura, no hay cinturones de seguridad, así que, si te sales, te sales. Hay que agarrarse de quienes están a tu lado y va tan rápido que el agua te salpica hasta las esperanzas. 

El paseo terminó y volvimos a casa felices con la experiencia. Sin dudas, esas fueron las mejores vacaciones de mi vida.

El despertador sonó a las 5:00 de la mañana del 2 de enero de 2022. La profesora Cidia Vergara Batista, madre de las mellizas Karol y Karen, de 14 años, las despertó porque era el día que iban a emprender su camino hacia la tierra ancestral de su familia: Las Tablas, en la provincia de Los Santos.

A pesar del sueño, se levantaron temprano, ya que debían prepararse y tener listas las maletas para llevarlas a casa de su tía Casilda Batista, pues viajarían en dos carros con otros miembros de la familia. Empezaron su camino a las 6:00 a.m. desde su hogar, ubicado en una finca ganadera en el corregimiento de Chilibre, en la comunidad de Villa Unida, a orillas del famoso río Chagres, localizado entre las provincias de Panamá y Colón.

Las hermanas estaban felices por regresar a Quebrada Grande, un pequeño pueblo ubicado en las montañas del distrito de Las Tablas, pues habían pasado más de cinco años desde su última visita.

Luego de un largo trayecto, con algunas paradas estratégicas para comer, saludar a familiares e incluso comprar el famoso pan de La Arena en Chitré, provincia de Herrera, las mellizas vieron con alegría, en especial Karol, el gran letrero verde que decía: “Bienvenidos a Quebrada Grande”, un pueblo especial para la familia, porque allí nació y creció su abuela, a quien llamaban de cariño “Mamá Chela”.

Por fin llegaron a su destino. Pasaron por el cementerio donde están enterrados sus bisabuelos, tatarabuelos y otros seres queridos. Karol miró hacia el horizonte donde vio el Cerro Tebujo, centro de historias infantiles contadas por su abuela. Seguidamente llegaron al puente de la Quebrada Del Paso, lugar de juegos y baños de muchas generaciones. Al subir la loma observaron la iglesia de San Pablo y a la izquierda la casa de sus bisabuelos, un momento emocionante, porque ese sitio está lleno de emociones y remembranzas.

Cansadas pero alegres de haber llegado a su destino, esperaron a su madre y al resto de los viajeros, quienes llegaron dos horas más tarde. Karol miró a su mamá y vio en sus ojos el brillo de la alegría y la nostalgia. Sabe que esa residencia le trae recuerdos imborrables, momentos felices junto a seres queridos que ya han partido.

Llegada la noche, todos sentados en taburetes, conversaban amenamente sobre lindas postales del pasado. Se escuchó el aullido de los coyotes, causando terror a Karol y a los más pequeños de la casa. Más tarde decidieron ir a dormir. Karol sentía la fuerte brisa que recorría la vivienda y cada uno de sus rincones, obviando la necesidad de un abanico, y sí, una buena manta para arroparse.

Amaneció. Eran las 6:00 a.m. del 3 de enero de 2022, cuando el gallo cantaba y Karol sentía el aroma a café recién hecho. Apresuró el paso, salió de la cama y corrió hacia la cocina en donde encontró a su madre con el desayuno ya servido: pan de La Arena, queso blanco hecho en casa y leche recién ordeñada enviada por el tío «Boli», el único hermano de su abuela que reside en el pueblo.

Cidia le dijo que despertara a su hermana Karen y que se bañaran para desayunar, pues debían buscar en el cuarto los materiales comprados para poder ir adonde sus tías, quienes eran las encargadas de enseñarle a las mellizas el legado preciado que representa su identidad.

Ambas se apresuraron a realizar lo solicitado por su madre. Luego fueron a casa de su tía, quien con paciencia y sabiduría, pero sobre todo con mucho amor, colaboró para que Karol y Karen aprendiesen este hermoso legado de confeccionar “mundillo”, una trenza tejida con hilos de diversos colores, que se hace sobre una rueda de tela y que es parte de la pollera, el traje típico panameño.

También les enseñaron a hacer los tembleques, que son parte del tocado de la empollerada panameña, estos suelen ser hechos de perlas o en orfebrería, incluso se trabajan flores como mosquetas o mostacillas. Sabiamente, la madre de las adolescentes creó una rutina que combinaba las enseñanzas culturales y tradicionales de su clan con las actividades de recreación.

Por lo que las mellizas también disfrutaron de paseos a la playa, al río, excursiones por el campo, entre otras vivencias en la provincia santeña y, sobre todo, aprendieron que no importa lo lejos que vayan, siempre y cuando el camino de regreso permanezca en sus memorias y corazones, para que sus raíces perduren reforzando su identidad y florezcan a lo largo de sus vidas.

Hoy, Karol y Karen son capaces de crear folclor con sus manos, gracias al amor y la perseverancia de su familia.

Brillantes como el marfil, fuertes como el acero, a veces azul como el mar o negras como la oscuridad, pero siempre amantes del sol. Son redondas como una perla, sencillas y muy bellas. Parecen pequeñas estrellas.

La aventura que estoy por contar está hecha de tierra, sol y sudor.

Meses atrás conocí unas hermosas semillas que utilizaban nuestros antepasados para hacer collares y pulseras y que ahora se usan para adornar trajes típicos como las polleras congo. 

Pocos saben de la existencia de esta peculiar semilla. Los católicos consideran casi un tesoro. Cuentan que representa el arrepentimiento de San Pedro tras negar que era discípulo de Cristo. Cambia de colores dependiendo del tiempo que pasen en los tallos. Por eso es común encontrarlas grises cuando ya están maduras. Con un tamaño similar a un frijol tienen un agujero natural en el centro. Son dadas a crecer en lugares secretos como pantanos y son muy difíciles de encontrar. Las llaman Lágrimas de la Virgen.

Comencé su búsqueda en Oria Arriba de Bayano, acompañada por mi mamá y dos guías. Las primeras horas transcurrieron en una muy larga caminata por senderos y montañas, rodeados por muchos árboles de diferentes tamaños. En ellos vivían los monos aulladores, que tienen los ojos muy grandes y son muy curiosos. También avistamos grandes rocas distribuidas a lo largo del camino, hermosas flores como las Peregrinas, que atraían a muchas mariposas, también una cantidad considerable de serpientes no venenosas e incluso una gran cascada donde nace la Quebrada del Bayano. 

En la primera parada encontramos una pequeña cantidad de semillas escondidas en un matorral gigante. El suelo era una combinación entre lodo y pasto, así que tuve que hacer un gran esfuerzo para no caerme cuando las recogía. Desafortunadamente solo habían de color gris y blanco. Uno de los guías intentó consolarme al decirme que unos kilómetros más adelante podríamos encontrar una gran variedad de ellas.  

Mi primera reacción fue decir que no quería ir, pero luego de meditarlo por un momento acepté. Retomando nuestro camino notamos en medio del sendero un problema: los árboles que lo rodeaban estaban llenos de avispas furiosas, lo que nos hizo cambiar la trayectoria. Tuvimos que bajar por un potrero muy inclinado, todos agarrados de las manos para no resbalar con la tierra húmeda. Había estiércol por todos lados, la densa vegetación nos tapaba la luz del sol y un enjambre de mosquitos nos acechaba. Por esta razón caminamos lo más rápido posible. 

Minutos después llegamos a una quebrada con muchos peces y camarones. De ahí bebimos agua agarrando una hoja caída y armando un pequeño vaso improvisado. Luego retomamos el sendero, encontramos pipas y mangos que fueron nuestra salvación.

Cuando llegamos a nuestro destino, mi mamá se ofreció a buscar las semillas, pues estaban en un barranco con una paja llamada escobilla y cerca de ella se podían ver las ranas saltando. Mientras la esperaba, me acosté en el suelo mirando al cielo: estaba adornado por unas grandes nubes que parecían carros y otras con forma de peras. En ese instante pasaban bandadas de pájaros que hacían la figura de un triángulo. Al cabo de media hora regresó mi mamá con un tesoro en sus manos: trajo semillas verdes, amarillas, rojas… parecía un arcoíris. 

Un par de horas después, ya desde la hamaca de mi casa con la bolsa de semillas conmigo, pensé: “Fue una total locura. Lo que viviste no tiene precio”. Se consiguió el objetivo: tenía las Lágrimas de la Virgen.

Si la selva es el pulmón del mundo, los manglares son su cuna. Un manglar es un bosque que se encuentra en las zonas costeras o en las orillas de los ríos, y está relacionado con el mar y el agua dulce. Estos ecosistemas de vida se adaptan de manera única y especial para poder tolerar la falta de oxígeno, altos niveles de sal, las mareas y cambios en el suelo. Son favorables para la subsistencia del hombre y sirven de refugio para muchas especies que los habitan; pero hoy se encuentran gravemente amenazados.

El istmo de Panamá cuenta con la presencia de estos biomas en cada provincia y destaca en el continente por las diferentes especies de mangle. La costa pacífica de Chiriquí es la zona de mayor importancia porque es la reserva de manglar más grande del país, según datos de la plataforma especializada en noticias ambientales Ladera Sur. Allí se encuentran especies como: el mangle negro, el mangle blanco o Laguncularia racemosa, el mangle botón, el mangle rojo, el mangle caballero, el mangle colorado y el mangle piñuelo. 

En los distritos chiricanos de Remedios y San Félix podemos ver la extensa cerca natural que forman los manglares. Cada especie de mangle cuenta con sus características y usos que son de gran importancia en actividades humanas, por ejemplo, la madera del mangle rojo es utilizada para consumo en el hogar; además, este bosque costero sirve de refugio para decenas, quizás cientos, de seres vivos. 

¿Te has preguntado por qué en Panamá no nos vemos tan afectados por los oleajes fuertes provocados por huracanes? Los manglares, además de ser de gran importancia para la conservación de la biodiversidad, son el escudo natural de nuestro país. Estos actúan como amortiguadores contra las altas mareas, tormentas, aumento del nivel del mar y la erosión.  Sus suelos son sumideros de carbono altamente eficaces, por lo que retienen grandes cantidades de esta sustancia.

A pesar del papel fundamental que tienen estos ecosistemas, no han logrado salvarse de la mano del hombre. Según estudios realizados por la Alianza Mundial del Derecho Ambiental del 2008, los manglares han sido talados o destruidos a niveles muy altos. Se necesita aumentar la conciencia en las comunidades, centros educativos y en las futuras generaciones sobre la restauración y conservación.

Chiriquí es una provincia que se destaca por su belleza natural. No dejemos que parte de ella desaparezca por nuestro descuido y falta de consideración. Adoptar un papel de unidad es la solución, teniendo claro que la importancia de la humanidad no es solo consumir, sino también actuar de manera sostenible. 

El manglar es vida, hay que trabajar en conjunto a favor de su conservación, porque a esas entrelazadas ramas está anclada nuestra vida.