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—Desde que encuentres señales de dominio y sientas que algo no está bien, debes salir de la relación—, le dije una vez a varios amigos y amigas.

No es un consejo en vano, y menos para las mujeres. En Panamá, los ataques sexuales contra el género femenino crecieron en los últimos tiempos en un 40% y más de 250 murieron por la violencia solo en el 2021. 

Andrea pudo haber sido una de ellas. Hace veinticinco años se enamoró de un hombre que se mostraba atento. El indicado, solía pensar. 

Esa percepción duró poco, hasta el momento en el que empezaron a vivir juntos. Tras unos meses conviviendo, la relación comenzó a desmoronarse: él se enojaba si llegaba a la casa y no estaba lista la comida. Esto era claramente violencia emocional. 

Andrea trataba de complacer a su pareja siempre, aunque algunas veces, tras volver borracho al hogar, él llegó a pegarle. Poco después dejó de dar dinero para la comida porque lo gastaba en alcohol y ella pasó páramos para poder alimentarse. Como consecuencia del maltrato físico, perdió a su primer hijo; sin embargo, logró salir de allí. 

El machismo ha estado vigente durante décadas en nuestros países, ha incluido maltrato físico, y hasta hace pocos lustros la mujer no podía entablar lucha alguna que le diera el derecho sobre su cuerpo y sus decisiones, porque era considerada rebelde por la sociedad patriarcal. Las mujeres como Andrea debían callar y someterse a la voluntad de sus violentos esposos.

En Panamá domina el machismo, a la mujer se le inculca que solo ella debe cocinar y hacer los oficios del hogar, y a pesar de que la situación parece estar cambiando de a poco con las nuevas generaciones, siguen vigentes ideas como “no puedes hacerlo porque eres mujer” o “esas cosas son de hombres”, que han limitado la vida de las féminas. Hay que educar para que esto cambie. Que los niños vean que todos tenemos los mismos derechos y deberes, para que casos como los de Andrea, y las miles de mujeres que sufren por la violencia machista, no se vuelva a repetir.

La historia que contaré es la de un pueblo originario de Panamá que se levantó para luchar por sus derechos, que derramó sangre en esa acción y no se rindió hasta lograr poner en alto su cultura e identidad casi un siglo atrás. 

Son los gunas. 

Esta es una de las etnias más antiguas y relevantes de Panamá, probablemente son el pueblo minoritario más característico del país. A pesar de esto, hemos visto cómo la rápida supuesta modernización ha provocado el desplazamiento de su cultura, y la ha vuelto menos relevante, teniendo a los gunas como personas mayormente juzgadas por sus vestimentas y menospreciadas por el hecho de conservar sus tradiciones e idioma, ante un Estado que los invisibiliza.

Nos remontamos a febrero de 1925 con la Revolución Guna, un acontecimiento causado por la ignorancia del Estado panameño, que buscaba la “modernización” de los pueblos ancestrales, arrebatándoles sus derechos e identidad mediante la violencia, lo que solo demostró el desprecio que se les tenía.

Aquella revolución empezó cuando los gunas decidieron iniciar un proceso de independización, ya que estaban cansados de los constantes abusos que recibían por parte del gobierno panameño, al punto de llegar a sentirse ajenos en su propia tierra. Debían soportar las continuas profanaciones de tumbas porque en ellas había oro y otros objetos valiosos. Otro motivo de ofensa eran las forzadas reglas por parte del Estado que les exigían cambiar sus costumbres y sus tradiciones, la prohibición de sus congregaciones y las reiteradas restricciones sobre su idioma. 

Todo esto incentivó a este pueblo a reclutar a sus mejores cazadores, médicos y guerreros en todas las islas de la comarca con el fin de prepararse para una batalla.

Entre esas islas figuran Uggubseni y Dubbile, que resaltan por ser puntos de congregación en donde los revolucionarios planearon ataques a las fuerzas policiales de Panamá, provocando que la lucha entre estos dos bandos sólo siguiera en aumento. 

De forma sigilosa y siempre alerta, los gunas fueron rodeando las distintas islas esperando el momento idóneo para atacar y retomar su territorio. Y lo lograron, aunque en el camino hubo caídos y heridos que con su sangre demostraron hasta dónde podía llegar un pueblo para defenderse. 

La revolución guna obligó al gobierno panameño a cambiar y demostró cómo aquel pueblo y el resto de las comunidades indígenas tienen los mismos derechos y la misma importancia que cualquier otro ciudadano de este país.

Era 8 de abril del 2007. Mis padres, María y Andrés, estuvieron ansiosos durante las cinco horas del vuelo. Mi mamá, con apenas veintiséis años, estaba nerviosa porque era su primer viaje largo embarazada de mí. Partieron desde Holanda y tan pronto salieron del aeropuerto sintieron la frescura de las madrugadas de Egipto. 

La cara de mi mamá se ilumina al contarme sobre su viaje inolvidable. Ella dice que siempre recordará lo increíble que fue ver las pirámides e imaginar cómo debieron ser hace miles de años, recién construidas. 

Los primeros cuatro días, mis padres estuvieron en El Cairo. 

 —Nos teníamos que levantar a las 4:00 a. m. para estar en las pirámides a las 5:00 a. m. y comenzar el recorrido por las pirámides —recuerda mi madre—. Al mediodía ya teníamos que regresar, por lo caluroso que es Egipto.

Aunque mi mamá no entró a los monumentos funerarios porque es claustrofóbica, dice que disfrutó mucho caminar afuera del complejo y ver los camellos alrededor.

 —Yo sí me metí a las pirámides, eran muy apretados los túneles y resultaba difícil respirar por el calor y el polvo —interviene mi padre—. Pero todo vale la pena para ver lo asombroso de su construcción y las paredes talladas con jeroglíficos.  

Mis padres coinciden en que su parte favorita del viaje fue el Museo de El Cairo, tan grande e impresionante que tuvieron que recorrerlo en dos días. Mi mamá afirma que su pieza favorita es la máscara de oro de Tutankamón, esta tiene una cobra y un buitre que representan el reino del faraón en el Alto y el Bajo Egipto. 

Un dato curioso que recuerdan mis padres es que un día los agarró una tormenta de arena dentro del taxi. Al parecer, esto es usual allá, por lo que los conductores se estacionan a un lado de la vía y los dependientes de las tiendas tratan de cerrar lo más rápido que pueden; aunque el fenómeno no demora mucho, todo queda cubierto por una fina capa de arena y la gente regresa a la normalidad.

El cuarto día, en la noche, tomaron el tren que los llevaría hacia la ciudad de Luxor. Del quinto al séptimo día fueron a los templos de Luxor y de Karnak, este último es el más grande en Egipto, con ochenta hectáreas e inmensas columnas; también visitaron el Valle de los Reyes. 

En la tarde del día siete hicieron una travesía por el río Nilo, el más largo del mundo. Se suponía que iban a ir en un bote falúa (velero pequeño), pero para evitar que mi mamá embarazada se intoxicara en medio del desierto, decidieron ir en un crucero. Recuerdan que pequeños botes se pegaban a los barcos de turistas para venderles mercancía, lanzaban los productos y desde arriba los compradores tiraban el dinero. 

La visita a una comunidad de beduinos (árabes nómadas del desierto) fue otra experiencia. Las casas no poseen techos por lo poco que llueve, la comida es riquísima e incluye hasta lagartos, comen en el piso y comparten sus tradiciones. Algo curioso es que no creen en los bancos y afirman que el oro no se devalúa como las monedas, por lo que compran joyas de oro que utilizan las mujeres, y cuando estas quieren dinero se quitan una prenda y la venden. ¡Aprendizaje de nuestros amigos beduinos!

En los últimos días del viaje fueron al Templo Mayor de Abu Simbel, subieron a Alejandría donde vieron la histórica biblioteca quemada hace siglos y finalmente volvieron a El Cairo. 

Casi quince años después mis padres me siguen hablando sobre su viaje a Egipto y rememoran qué tan increíble fue que yo los acompañara en la barriga de mi mamá durante esos doce días y por siete meses más. Actualmente están planeando repetir la experiencia, esta vez desde Panamá, en familia y con dos hermanas más, para crear más memorias.

La Negrita es un sector silencioso escondido entre las montañas de la provincia de Coclé, que añora la intensidad de otras épocas. El 21 de febrero de 2021 fui con unos vecinos de esta comunidad, quienes en el recorrido me explicaron el por qué: desde allí, por sus caminos estrechos de piedra, el comandante Victoriano Lorenzo libró algunas de sus batallas durante la Guerra de los Mil Días. El valiente guerrero deseaba justicia, equidad y paz para los pueblos originarios, así como poner fin a la opresión del gobierno centralista de Colombia sobre Panamá. 

Durante la travesía, el guía contaba que en 1901 el cuartel general de Lorenzo se encontraba en El Pajonal de Penonomé. Mencionó que el comandante le pidió la casa a una vecina de La Negrita, donde se había alojado antes, para establecer el centro de sus operaciones, dada su favorable posición estratégica. Desde allí sus tropas podían ver los movimientos de los conservadores desde el Cerro El Vigía, pues la geografía hacía fácil observar quién se acercaba. En el sitio también habían establecido sus trincheras para defender su posición ante sus adversarios.

Este aguerrido combatiente indígena panameño se mantuvo alzado en armas desde octubre del año 1900 hasta noviembre de 1902. Primero como guardián de armas para los liberales y luego como precursor de la igualdad para su pueblo. 

El diario “The Panamá Star”, en su suplemento “Panamá en el Siglo XX”, del 30 de abril de 1909, se refiere a Lorenzo como “un general revolucionario que además de luchar en la guerra de los Mil Días, se enfrentó a los conservadores que sometían al abandono las comunidades indígenas de la Cordillera Central”. 

Entre las estrategias aplicadas por Victoriano Lorenzo estaba crear caminos a través de su cuartel en La Negrita, que le permitían trasladarse sin ser visto por sus enemigos a las distintas zonas de Coclé e incluso llegar hasta la provincia de Panamá. Hoy, más de cien años después, he caminado con los guías por esas mismas rutas.

La fuerza de Victoriano radicó en que conocía perfectamente las montañas de Coclé y era un líder innato, lo que le permitió armar un ejército formado por desposeídos, a quienes enseñó tácticas guerrilleras con las que dominaron al ejército conservador. Estas estrategias consistían en atacar y huir ante la reacción del oponente. Esta sutileza le hizo ganar el título de primer guerrillero de Latinoamérica.

Los efectos de la lucha de este caudillo fueron tales, que aun después de finalizado el enfrentamiento armado y firmado el acuerdo de paz entre las partes en conflicto, lo fusilaron de manera injusta. “El bravo y valiente panameño fue asesinado el 15 de mayo de 1903, antes de entregar su palabra a los intereses políticos de la época”, retrataron los periódicos el día de la muerte de este caudillo del país, pero sobre todo figura emblemática de La Negrita.

Si la selva es el pulmón del mundo, los manglares son su cuna. Un manglar es un bosque que se encuentra en las zonas costeras o en las orillas de los ríos, y está relacionado con el mar y el agua dulce. Estos ecosistemas de vida se adaptan de manera única y especial para poder tolerar la falta de oxígeno, altos niveles de sal, las mareas y cambios en el suelo. Son favorables para la subsistencia del hombre y sirven de refugio para muchas especies que los habitan; pero hoy se encuentran gravemente amenazados.

El istmo de Panamá cuenta con la presencia de estos biomas en cada provincia y destaca en el continente por las diferentes especies de mangle. La costa pacífica de Chiriquí es la zona de mayor importancia porque es la reserva de manglar más grande del país, según datos de la plataforma especializada en noticias ambientales Ladera Sur. Allí se encuentran especies como: el mangle negro, el mangle blanco o Laguncularia racemosa, el mangle botón, el mangle rojo, el mangle caballero, el mangle colorado y el mangle piñuelo. 

En los distritos chiricanos de Remedios y San Félix podemos ver la extensa cerca natural que forman los manglares. Cada especie de mangle cuenta con sus características y usos que son de gran importancia en actividades humanas, por ejemplo, la madera del mangle rojo es utilizada para consumo en el hogar; además, este bosque costero sirve de refugio para decenas, quizás cientos, de seres vivos. 

¿Te has preguntado por qué en Panamá no nos vemos tan afectados por los oleajes fuertes provocados por huracanes? Los manglares, además de ser de gran importancia para la conservación de la biodiversidad, son el escudo natural de nuestro país. Estos actúan como amortiguadores contra las altas mareas, tormentas, aumento del nivel del mar y la erosión.  Sus suelos son sumideros de carbono altamente eficaces, por lo que retienen grandes cantidades de esta sustancia.

A pesar del papel fundamental que tienen estos ecosistemas, no han logrado salvarse de la mano del hombre. Según estudios realizados por la Alianza Mundial del Derecho Ambiental del 2008, los manglares han sido talados o destruidos a niveles muy altos. Se necesita aumentar la conciencia en las comunidades, centros educativos y en las futuras generaciones sobre la restauración y conservación.

Chiriquí es una provincia que se destaca por su belleza natural. No dejemos que parte de ella desaparezca por nuestro descuido y falta de consideración. Adoptar un papel de unidad es la solución, teniendo claro que la importancia de la humanidad no es solo consumir, sino también actuar de manera sostenible. 

El manglar es vida, hay que trabajar en conjunto a favor de su conservación, porque a esas entrelazadas ramas está anclada nuestra vida.