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La hermosa y soleada tarde del 30 de mayo de 2016, a eso de las 3:45 p.m., sonó el teléfono. Esa llamada impactaría a la familia Pérez.

Lilibeth, una jovencita de 14 años contestó. La persona al otro lado del teléfono era su tía Eleida, una mujer amable y cariñosa, de 30 años, quien tenía una noticia triste.

Eleida contaba conmovida que Gregorio, bisabuelo de Lilibeth, había tenido un accidente con su motocicleta por el sector de Altos de Trinidad, en Capira, provincia de Panamá Oeste. Había ido donde un amigo a buscar un puerquito. Luego de una extensa charla, Gregorio ya iba de regreso a su casa y cuando estaba subiendo una peligrosa loma, llena de piedras, su moto patinó, provocando que perdiera el control y se cayera junto al puerquito. Lastimosamente las dos ruedas de la moto les cayeron encima.

Un grupo de personas que pasaba por el sitio los auxilió. Al puerquito no le pasó nada, pero el abuelo Gregorio sí quedó bastante golpeado.

Al ver que sus heridas eran graves, Bonifacia, esposa de Gregorio y bisabuela de Lilibeth, decidió que debían llevarlo al hospital y así lo hicieron.

Al conocer sobre el accidente de su bisabuelo, Lilibeth quedó muy preocupada. Ella rogaba a Dios para que no le pasara nada malo. Tres días después del accidente, Gregorio estaba bien y Lilibeth tenía ganas de ir a Capira a verlo, pero en esos días no pudo, pues no había quien la llevara, y Capira estaba lejos de su casa. No obstante, se sintió feliz de que su bisabuelo se había recuperado.

Pasaron algunos años desde aquel accidente, Lilibeth y su familia se habían mudado a Las Mañanitas, lugar que la chica estaba empezando a disfrutar. Otras vez sonó el teléfono con malas noticias, como aquel accidente del bisabuelo con la moto. En esa ocasión contestó la mamá de Lilibeth. 

La llamada fue hecha por Cristina, tía de Lilibeth, quien no tenía buenas nuevas: casi tres meses antes, el 30 de marzo del 2020, Gregorio había muerto de un ataque al corazón. La familia lamentó que no les compartieran la información tan pronto ocurrió el suceso. 

El tiempo siguió su curso. El 15 de mayo de 2022, Lilibeth y su familia por fin pudieron ir a Cerro Trinidad para visitar la tumba del recordado y amado Gregorio Pérez. Cambiaron las flores viejas, limpiaron la tumba y sus alrededores. La tristeza era contagiosa, todos lloraron y lamentaron la partida de Gregorio.

A pesar de extrañarlo, Lilibeth sabe que ahora él descansa. “Te prometo que nadie más tomará tu lugar de padre, de abuelo y de bisabuelo, porque aunque has muerto, seguirás vivo en mi corazón”, se dijo a sí misma conmovida.

Hace unos meses fui con mi mamá, la abuela y los hermanos al Centro de Visitantes de Miraflores del Canal de Panamá. En el camino estaba emocionado porque quería saber más acerca de la construcción de la llamada octava maravilla de la ingeniería mundial, admirar su majestuosidad y tomar fotos. Recuerdo que la vista era increíble, la brisa era tan fuerte que casi se me pierde el panfleto que llevaba en la mano. Podía ver cómo pasaban los barcos y cómo las esclusas los elevaban y bajaban como si fueran juguetes.

Después de admirar el paisaje le pregunté a mi abuela sobre los que construyeron el Canal de Panamá, ya que su madre era una inmigrante proveniente de Barbados, lugar del que salieron miles de personas para trabajar en esta obra.

Me contó que el nombre de mi bisabuela era Miss Rose, quien junto a su familia se las arreglaban para sobrevivir en su lugar de origen, ya que eran muy pobres. En 1904 se les invitó a residentes de las Antillas (Jamaica, Barbados, Martinica, entre otros) a laborar en este proyecto, así que ella decidió venirse para acá. Estando en Panamá conoció a Henry, al que luego sería su esposo.

Ese mismo año arrancaron esta proeza del ingenio humano.

Mi abuela me contó varias anécdotas que no sabía acerca del Canal de Panamá. Por ejemplo, el hecho de que su construcción permitió que nuestro país saliera de una crisis económica y que la primera embarcación que pasó por allí se llamó el SS Ancón. Pero el dato que más llamó mi atención fue de dónde surgió la idea de construir una ruta que pudiera unir al Mar Caribe con el océano Pacífico.

Ella me dijo que todo inició con el descubrimiento del mar del Sur para los europeos a cargo de Vasco Núñez de Balboa, hecho ocurrido en 1513. Allí surgieron ideas para unir los mares. Esto llegó a oídos de la Corona Española que, sin dudarlo, ordenó a todos sus exploradores buscar rutas que facilitaran esa vía de transporte.

Muchos años más tarde, con esos mismos fines, en 1880, el francés Ferdinand de Lesseps fue enviado por la Sociedad Geográfica de París a explorar rutas centroamericanas y fue cuando decidió que Panamá era el lugar perfecto para construir una vía interoceánica. Luego comenzó la creación del Canal francés.

Todo iba relativamente bien, hasta que los problemas se hicieron evidentes: el terreno en el que trabajaban era muy propenso a derrumbes y a las inundaciones, surgieron enfermedades como la malaria y la fiebre amarilla que acabaron con la vida de más de veintisiete mil trabajadores, entre otras adversidades. Todos estos inconvenientes ocasionaron que los franceses abandonaran el proyecto, y que posteriormente las riendas las tomara Estados Unidos, que fue cuando mi bisabuela desembarcó aquí, la tierra que hoy llamo “mi país”.

Gracias a que inmigrantes de muchas latitudes colaboraron primero en la construcción del ferrocarril transístmico y luego en el Canal de Panamá convirtieron a este istmo en verdadero crisol de razas. Y mi bisabuela Rose es parte de eso.

Para muchos la cuarentena durante el inicio de la pandemia por covid-19 fue muy estresante; en cambio, a mí me pareció una época interesante, divertida y terrorífica. 

Aunque extrañaba el colegio, a mis amigos y a mis profesores, tuve la oportunidad de pasar el confinamiento con mi familia en el interior del país, en la provincia de Veraguas. Fue entretenido porque aprovechamos el tiempo libre para desempolvar algunas historias. Cada cuento era mejor y más aterrador. 

Un día decidimos ir donde mi abuelo a Pedernal, frente al cruce de Ocú. En esa ocasión, íbamos entrando al área cañera por el ingenio de Santa Rosa. Aún no cortaban las cañas, pero la zafra estaba próxima. Eran las ocho de la noche y escuchamos un llanto, se oía cerca del río Santa María. Sentí que el corazón se me puso chiquito del susto. Cuando llegamos a donde mi abuelo, él me dijo que era normal, que se trataba de la llorona buscando a sus hijos. 

El comentario fue apropiado para que el abuelo recordara algunas historias de su pasado.

—Cuando era joven llegaban entre los cañales mujeres muy hermosas, mientras yo pescaba los chogorros —rememoró.

—¡Ave María Purísima! —exclamé yo.  

Por suerte mi abuelo era joven cuando ocurrió esto. Pienso que hoy no debe pasar nada porque hay mucha iluminación. 

Narró que, en el año 1945, cuando mis bisabuelos se estaban conociendo, se fueron para un baile. Era en un pueblo algo distante, y después de ciertas horas ya no había transporte ni luz. Estaban bailando mientras el artista salomaba y tocaba el acordeón. Justo a la medianoche llegó un señor muy refinado, vestido de forma elegante. Todos lo miraban y las jóvenes se morían por bailar con él. Una de las muchachas, llamada  Juana, sacó a bailar al caballero, quien aceptó la invitación. Danzaron mucho, hasta que este personaje le dijo había perdido una moneda y le pidió ayuda para buscarla. Juntos trataron de encontrarla, fue en ese momento que Juana le vio patas de vaca al señor, y gritó. 

Está de más decir que el baile se acabó y todos salieron corriendo por las oscuras y desoladas calles.

¡Santo cielo! Menos mal que vivimos en el 2022. Solo les puedo apostar que, si esto llega a pasar hoy, todos le toman foto y lo suben a Tik Tok. 

Siguiendo con las historias de miedo, la tía Cándida contó sobre un día que iba por la vía Interamericana. Hace cuarenta y ocho años había pocos autos en las calles, la movilización se hacía especialmente a caballo y en bicicleta. Mi tía tenía un auto porque se lo había regalado su esposo, uno de los muchos gringos que había en Panamá en esa época, por las bases militares. Era de noche y ella venía de la universidad cuando sintió que algo se le subió en la capota, en la parte trasera. Dijo que vio una larga cabellera negra, mas no a la persona, y no entendía cómo podía alguien trepar un auto andando a 80 kilómetros por hora.  

—¡La sangre de Cristo! —dijo—. Acompáñame hasta que llegue bien. 

Más adelante encontró una capilla con una cruz, a la cual arribó sin habla y temblorosa. 

Hay infinidades de historias, cuentos y leyendas, que hacen parte de la cultura y tradición oral en nuestros pueblos del interior. No sé ustedes, pero con cada fragmento se me erizaba la piel.

Mi mamá solía contarme cómo ella y todo su entorno vivieron la invasión de Estados Unidos a Panamá en diciembre de 1989 y todo lo que tuvieron que hacer para superar aquel trauma nacional. Decía que todo lo hermoso se volvió horrible: las olas de destrucción y miseria para el pueblo panameño se llevaban todo a su paso, las nubes eran siempre grises y solo las llegaban a acompañar los tonos rojizos que dejaban las explosiones y estallidos por todos lados. 

La Invasión arrasó hasta con lo menos imaginado: los árboles. 

Cuando arrancó el suceso de sangre, mi abuela empacó su ropa, la de mi mamá y la de mis tíos en una bolsa, mientras pensaba dónde esconderse. Por suerte unos vecinos tenían un refugio y se lo ofrecieron. Mientras ella cuadraba todo, mi abuelo no hacía más que tomarse una botella de licor: para él —decía mi mamá— la hora de la muerte ya era obvia. 

La siguiente escena que me cuenta mi mamá es la de ella y sus hermanos saqueando los supermercados de la zona porque no tenían qué comer. Así consiguieron pasar los últimos días de la operación militar extranjera.

Este suceso arrasó con las denominadas Fuerzas de Defensas, con familias enteras y destruyó el barrio de El Chorrillo, donde se encontraba el Cuartel Central. Estados Unidos buscaba de manera desesperada al entonces general Manuel Antonio Noriega.

Noriega se refugia en la Nunciatura en diciembre. El 3 de enero de 1990, el dictador militar se entrega a las tropas norteamericanas. Desde entonces las cosas cambiaron mucho: un año después los jóvenes intentaban lidiar con un país herido, aferrándose a todo lo que pudieran: música, bailes, activismo. Al grupo de amigos de mi mamá llegó la noticia de una marcha anti tala. “Mientras más, mejor”, les decían. Y se fueron a protestar y a plantar árboles perdidos durante la Invasión. Era la idea de una vida sencilla, entre ritmos, danzas y un buen propósito.

Dice mi mamá que luego de una larga caminata, todos los chicos se reunieron en las faldas del cerro Ancón para sembrar las ramitas que hoy son árboles gigantescos. En el fervor de la ocasión se les olvidaron sus pesares y dolores, y ahí lo entendieron todo: el mundo puede seguir sin nosotros, pero no al revés; y que por más que atentemos contra la naturaleza con acciones violentas como las invasiones, ella siempre encontrará una forma de resurgir.

La humanidad tiene el poder de dañar el planeta Tierra y también de arreglarlo.

Si la selva es el pulmón del mundo, los manglares son su cuna. Un manglar es un bosque que se encuentra en las zonas costeras o en las orillas de los ríos, y está relacionado con el mar y el agua dulce. Estos ecosistemas de vida se adaptan de manera única y especial para poder tolerar la falta de oxígeno, altos niveles de sal, las mareas y cambios en el suelo. Son favorables para la subsistencia del hombre y sirven de refugio para muchas especies que los habitan; pero hoy se encuentran gravemente amenazados.

El istmo de Panamá cuenta con la presencia de estos biomas en cada provincia y destaca en el continente por las diferentes especies de mangle. La costa pacífica de Chiriquí es la zona de mayor importancia porque es la reserva de manglar más grande del país, según datos de la plataforma especializada en noticias ambientales Ladera Sur. Allí se encuentran especies como: el mangle negro, el mangle blanco o Laguncularia racemosa, el mangle botón, el mangle rojo, el mangle caballero, el mangle colorado y el mangle piñuelo. 

En los distritos chiricanos de Remedios y San Félix podemos ver la extensa cerca natural que forman los manglares. Cada especie de mangle cuenta con sus características y usos que son de gran importancia en actividades humanas, por ejemplo, la madera del mangle rojo es utilizada para consumo en el hogar; además, este bosque costero sirve de refugio para decenas, quizás cientos, de seres vivos. 

¿Te has preguntado por qué en Panamá no nos vemos tan afectados por los oleajes fuertes provocados por huracanes? Los manglares, además de ser de gran importancia para la conservación de la biodiversidad, son el escudo natural de nuestro país. Estos actúan como amortiguadores contra las altas mareas, tormentas, aumento del nivel del mar y la erosión.  Sus suelos son sumideros de carbono altamente eficaces, por lo que retienen grandes cantidades de esta sustancia.

A pesar del papel fundamental que tienen estos ecosistemas, no han logrado salvarse de la mano del hombre. Según estudios realizados por la Alianza Mundial del Derecho Ambiental del 2008, los manglares han sido talados o destruidos a niveles muy altos. Se necesita aumentar la conciencia en las comunidades, centros educativos y en las futuras generaciones sobre la restauración y conservación.

Chiriquí es una provincia que se destaca por su belleza natural. No dejemos que parte de ella desaparezca por nuestro descuido y falta de consideración. Adoptar un papel de unidad es la solución, teniendo claro que la importancia de la humanidad no es solo consumir, sino también actuar de manera sostenible. 

El manglar es vida, hay que trabajar en conjunto a favor de su conservación, porque a esas entrelazadas ramas está anclada nuestra vida.