Un Viaje de Recuerdos
Y así concluyó esta historia y empezó un nuevo paso de mi vida…
*Unas semanas antes*
— ¡Ah, qué sueño!
Eso expresé yo mientras mi madre me despertaba diciendo que se hacía tarde para tomar el vuelo. Me levanté con los ojos llenos de lagañas a las 4:30 de la madrugada de un 20 de agosto. Estaba cansado porque el día anterior me demoré preparando las maletas. Me fui a bañar y vestir, media hora después tenía que partir, si no iba a llegar tarde, aunque salimos una hora antes, pero bueno, ya listo a las 4:48 a.m. salí de mi casa.
El paisaje era hermoso, como de pintura, un amanecer rojo y amarillo como los pétalos de un girasol. Distraído con el paisaje no me fijé de que ya habíamos llegado al aeropuerto (fue menos tiempo de espera del que yo imaginaba). Subí al avión y adentro puse mi celular en modo avión, y despegamos. Unos 48 minutos después aterricé en el aeropuerto Enrique Maleck, en la ciudad David, provincia de Chiriquí.
Afuera del aeropuerto me recogió mi familia y nos fuimos a la casa. En la tarde de ese mismo día salí a pasear un rato: fui al mirador de Boquete, donde se sentía la brisa de la montaña que repasaba el río Calderas con sus rocas llenas de musgos y agua muy helada, realmente hacía mucho frío, como si estuviera en un paisaje de nieve. Luego llegué a una tienda de dulces llamada “El monje del cacao”, que se destacaba por sus ricos chocolates a base de esta semilla. También estuve en un lugar llamado “La viuda del café”, en donde hay deliciosas clases de cafés, incluyendo la famosa variedad Geisha.
Continué mi recorrido visitando una feria. Vi varios puestos de comida, accesorios artesanales, juegos, ropa, cafés y gorritos de telas; me tomé varias fotos e hice amistad con una vendedora de juegos, me divertí bastante.
Cansado por el paseo me dirijo hacia la cabaña de mi tío, en Boquete. Con el frío de la noche y el brillo opaco de las estrellas por la neblina llegué muy cansado, me acosté en la cama, descansé un rato para ir a cenar comida tradicional, con aros de maíz nuevo y chicharrón.
Finalizada la cena salimos al portal y vimos las estrellas que seguían opacas por la neblina; escuchamos sonidos que son propios de lugares rurales: el agua caer, los búhos en las ramas y el croar de las ranitas.
En la sala estaban mis primos jugando monopolio y divirtiéndose con las historias de horror que contaban mis tíos, como “La llorona”, relatos que los mantenían con caras asustadas. Estos son algunos de los mejores recuerdos de la infancia.
Regresé tres años después a esa hermosa región, visitando los mismos lugares, queriendo encontrar a todas esas maravillosas personas, pero recibí una triste noticia: aquella señora tan cariñosa del “Monje del cacao” había fallecido, aunque pude encontrar a su hija, a la que le dije lo bella que fue su madre conmigo.