La voz de los negros, el día que todo cambió
Soy un negro maltratado, hijo y descendiente de negros colombianos. Mi madre y yo llegamos a Panamá en 1830. Mi historia inicia en 1845, cuando tenía tan solo quince años. Me llamo Miguel.
Con la llegada de muchos norteamericanos en 1846, después de la firma de lo que llamaban Tratado Mallarino-Bidlack, sentía que algo distinto podía ocurrir pronto.
Hubo un anuncio que llamó mi atención. Iniciaba una gran construcción, donde se requería mano de obra. Entre nosotros, los negros, corría la noticia que se emplearía “mano de obra no esclava”.
Y así empezó mi ilusión de convertir a mi gente en personas libres de todo tipo de maltrato. Ya no éramos sirvientes de ningún humano.
La ilusión me traicionó. A veces, de solo recordar el pasado, se me eriza la piel. A mi mente llegan recuerdos de los fríos y húmedos suelos en los cuales dormía. ¡Y, no, yo no era el único! Hubo cientos de negros pasando por mi situación. Nosotros trabajamos construyendo el famoso ferrocarril de Panamá.
Todo era horrible para mi gente. Ahí no éramos esclavos, sino obreros. Pero nos pagaban mal, nos enfermamos y siempre recibimos un mal trato por parte de los capitanes. Antes de dormir, todas esas frías noches me preguntaba: “¿Cuándo llegará el momento que se escuche mi voz y la de mi gente?”. Muchas veces pensé que nunca ocurriría.
Un día unos compañeros cantaban y bailaban entre los escombros que teníamos que recoger. Pero esa era solo una pausa, el paréntesis en medio de la angustia. Vi a muchos caer enfermos y morir. Nunca hubo ningún tipo de ayuda para nosotros. Nos trataban de la peor forma. “¿Cómo seremos escuchados? ¿Cuándo seremos tomados en cuenta?”, seguía cuestionando y me dije a mí mismo: “Hay que demostrar la felicidad que sientes en el momento. ¡Así es mi gente!”.
Ese día me atreví a gritar a los capitanes, sí capitanes, ahí no eran amos. Ahora los llamábamos de otro modo, pero a ese le dije en voz alta:
—¿Dónde está el pan de la mesa de Miguel? ¿Dónde el buen pago para los negros?
Mi capitán, el supervisor de la obra, me hizo una mirada con ojos de águila, pero yo no tenía miedo de hablar y pregunté a los demás:
—¿Dónde está el pan de la mesa de Miguel? ¿Dónde el buen pago para los negros?
Y con sus fuertes voces gritaron:
—¡No tiene! ¡No hay! ¡No tenemos!
Con su avergonzado rostro el capitán desvió la mirada, y yo insistí:
—¿Acaso no escucha usted, capitán, la voz de este negro?
—¡Sí la escucho! —dijo el capitán—. Yo no puedo hacer nada más que ponerlos a trabajar.
Así todos siguieron en su labor, pero eso no podía ser todo.
“¿Qué puedo hacer, Dios, para mejorar esta situación?”, seguía reflexionando.
Me levanté en esos escombros y volví a gritar una vez más, con lágrimas en los ojos y una voz ronca:
—¡Ya basta de ser tratados como inferiores, como bestias, como sirvientes, como esclavos! ¿Quién se une para ser libre? —hubo pleno silencio.
Se supone que ya éramos libres, pero uno de los míos gritó:
—¡Yo no soy inferior, yo sí me rebelo hoy!