La revolución de la hercúlea
«Algo formidable que vio la vieja raza…
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán».
Caupolicán, Rubén Darío (poeta nicaragüense, 1867-1916).
Cuenta la historia de los yalcones, grupo indígena de los Andes colombianos, un relato de su heroína. Abriéndose paso al primitivo mundo que la envolvía con su aura, esta mujer fue llamada Guaitipán. Merodeaban sombríamente rumores de advenimientos terribles. Augurios de un destino de certera destrucción. En el aire revoloteaba el Ángel de Muerte. Eran españoles. Era el siglo XVI.
Pedro Añazco, perro calvo, era un marinero explorador en currículo, pero su legítima labor era el sicariato. En 1538 fue designado por el conquistador Sebastián Belalcázar, otro mercenario, a una misión habitual. Debía fundar una villa en Timaná para favorecer los oficios y correspondencias entre Popayán y el Magdalena. Aquella alimaña sabía a lo que iba. Desde que llegó trató con los líderes, hombres ingenuos, para imponer tributos y recados. En aquel entonces, una mujer imperturbable y vigorosa era una de las cacicas. Los colonizadores la nombraron después como la Gaitana. Era Guaitipán.
Cuando Añazco llegó, rehusó negociar con ella por ser mujer. Por lo que decidió convocar a su joven hijo. Se llamaba Timanco. Como cacique, era segundo en el mando tras su madre. Añazco no contaba con la reverencia y orgullo de Timanco. Este, fiel a su madre, rechazó dar palabras donde el español quiso hablar con los caciques. El joven murió esa misma noche.
Pedro Añazco y sus hombres llegaron al aposento de Guaitipán y asesinaron a su hijo a sangre fría. Ella lo presenció todo. La noticia del crimen corrió por toda la colonia como las aguas caudalosas del río Magdalena. Hubo temor y sumisión candorosa hacia los españoles por parte de los nativos. Fue un escarmiento efectivo, pensaron los europeos. Cabe resaltar que Añazco no contaba con el grito de ultratumba de una madre herida. El llanto amargo de la opresión que expresa una revolución estrepitosa.
Días más tarde, como si fuese irreal, ella logró reunir a más de seis mil indígenas aguerridos. Atacaron de madrugada a Pedro Añazco con ella a la cabeza de las «tropas». El español andaba completamente desguarnecido, junto con diecinueve hombres despistados. Dieciséis de ellos fueron muertos y tres huyeron hasta Timaná llevando consigo la noticia del desastre. Añazco cayó en manos de sus enemigos. Al ser entregado a la Gaitana (su nueva identidad como guerrera), esta mandó a que le arrancaran los ojos con la punta de una flecha. Ella misma, sin escrúpulo, lo paseó por los pueblos atado del cuello hasta morir paulatinamente.
Poco después, la Gaitana dispuso de todas las comunidades posibles. Ella misma encabezó la guerra contra los europeos en Huila y en toda Colombia. La noticia que antes había amedrentado a los oriundos, les proporcionó ímpetu para alzarse contra sus opresores. La imperturbable mujer de acero nos deja una enseñanza indeleble. Es deshonroso permanecer tiesos ante la opresión de verdugos y asalariados. La historia de la Gaitana es un llamado fervoroso a la revolución.