Esperanza en la tempestad
“Madre, tenías dos opciones: callar y morir, o hablar y morir. Te admiro porque decidiste hablar”.
Ingrid De Orta, una mujer hermosa, y algo ingenua, a sus 24 años se casó con un hombre que parecía ser muy respetuoso y servicial, pero que luego la envolvería en un espiral de dolor y violencia. Nunca imaginó que todo ese amor tendría un final triste.
Ingrid tenía un cuerpo esbelto, en la calle todas las miradas eran hacia ella, pero a su esposo eso le molestaba. Poco a poco, su actitud hacia ella fue cambiando. Se volvió un hombre celoso e inseguro y solo tenía palabras hirientes para su supuesta amada esposa. Todo esto lo sufrían también las dos hijas, cada vez que escuchaban todo lo que su padre le decía a su madre.
Una noche el esposo llegó borracho a casa y con mucha rabia le gritó: “¡Eres una cualquiera, sé que tienes otro hombre!”. Esa fue la gota que derramó el vaso. Indignada, Ingrid se levantó del sofá y comenzó a defenderse, lo que provocó más ira en el descontrolado hombre. Él empezó a golpearla, sus hijas lloraban desesperadas, sin saber qué hacer.
Ingrid gritaba fuerte: “Por favor ya no me pegues, por favor… ¡auxilio! En ese punto sus hijas se abalanzaron sobre él y lograron que la soltara. Con el corazón en la boca y el alma en pedazos, ambas la abrazaron. Uno minutos después, la más grande le preguntó: “¿Mamá, por qué te agredió así? ¿Qué pasa entre ustedes? Ya no queremos estar aquí”.
Pero la verdad es que Ingrid tampoco tenía muy claro por qué sucedían esos cuadros de violencia. Con mirada profunda y llena de dolor le respondió: “Tranquila mi niña, mami está aquí, todo estará bien”.
Pero desde entonces el temor no la dejaba hablar con firmeza frente a aquel hombre que un día le juró amor. Los episodios de violencia se tornaron rutinarios. Él se sentía con poder sobre ella, y cualquier reacción o respuesta suya le molestaba más, pues le hería su orgullo machista.
Desde esa noche mi casa se volvió un lugar inseguro para mí y para mis hijas. Todas sentíamos esa tensión aterradora. Tanto así, que al llegar la noche mis hijas tenían miedo de que volviera a repetirse ese momento de angustia. Eran pocas las veces que sentíamos paz en el hogar. Ahora reinaban las discusiones y la agresividad.
En mi caso, para una niña de solo 8 años, eran momentos de mucha zozobra. Sentía impotencia al ver cómo mi padre maltrataba a mamá. Y escuchar sus gritos pidiendo ayuda me partía el alma, y sin poder hacer nada. Esas escenas tan fuertes y dolorosas quedaron en mi mente. Más tarde, en mi inocente soledad, le preguntaba a Dios por qué mi mamá pasaba por todo eso.
Hasta que llegó el gran momento. Ingrid, cansada de tanto maltrato físico y psicológico, decidió divorciarse. Situación que también causó afectaciones a sus niñas, el hogar se desintegraba.
Pero Ingrid estaba convencida de que era lo mejor para ella y para el futuro de sus hijas. “No me puedo rendir tan fácil, debo seguir adelante, aunque sea comenzando desde cero”, pensaba. Salió en busca de un empleo y encontró en una agencia de viajes, como supervisora. Poco a poco, siendo responsable con sus ingresos, logró ahorrar suficiente para realizar mejoras a su casa, e incluso para comprar un auto.
Lo que siguió en su vida convierte a Ingrid en una mujer que inspira. Se liberó de ese tenebroso pasado, de todas esas noches en que dormía exhausta de tanto llorar. Cuando el futuro parecía cada vez más oscuro, ella encontró la forma de levantarse con una sonrisa en el rostro. Esa actitud de lucha, de no rendirse es hoy admirada por su hija mayor, quien a menudo le dice: “Qué grandiosa y maravillosa eres”.
Ingrid salió de la boca del lobo, y está decidida a que nunca más alguien intente apagar su sonrisa. Sus hijas están orgullosas de que ella no dejó de luchar y de pensar en su bienestar. Hoy su madre no solo es su refugio y fortaleza, sino también un ejemplo de no rendirse y de no permitir que nadie les cause ningún tipo de maltrato.
“Sigue siendo así, una mujer hermosa, valiosa, inteligente y luchadora en la vida. No calles nunca. Valórate y ámate siempre”. Mamá guerrera, te amo”.
Una crónica bien relatada, dramática al inicio, pero con un final feliz. Te felicito Kaitlyn.
Tan solo la frase del inicio se podría unificar (en número/género) de quién se habla.
Dices: Tenía dos opciones (ella, tercera persona singular) callar y morir o hablar y morir. Decidiste (tú, segunda persona singular) hablar.
Sería mejor… “Tenías dos opciones: callar y morir, o hablar y morir. Decidiste hablar”.
Luego hay una parte donde dices: Desde esa noche mi casa se volvió un lugar inseguro para las tres. (supongo que para mamá, tu hermana y tú). Y siendo que dices “mi casa”, se presume que tú estabas allí viviendo todo. Si esa así, en ese párrafo podrías contar en primera persona lo que se vivía desde tu perspectiva.
Claro, ha de ser un párrafo corto, porque el personaje central de la crónica es la valiente madre. Pero tus consideraciones personales también pueden ser incluidas, y le dan un “plus”.
El final de la crónica es excelente. Felicidades de nuevo.