“La vida es sueño; el despertar es lo que nos mata” (Virginia Woolf).
Virginia Wolf es una de esas personas que eligieron vivir para el arte, una escritora capaz de plasmar la conciencia en papel y dejar en cada página los recuerdos más espectaculares de su vida.
Su nombre de pila fue Adeline Virginia Stephen y nació en Londres, en 1882. Tuvo el privilegio que en esa época casi nadie poseía: la educaron tutores privados y había una biblioteca en casa. Ahí fue su primera cita con la poesía.
Por desgracia, cargó con una enfermedad que en su tiempo no tenía un nombre, pero que hoy reconocemos como el trastorno bipolar con fases depresivas. El primer pico fue a sus trece años, con la muerte de su madre por un ataque al corazón, y más adelante por los fallecimientos de su hermana y la de su padre.
Cuando el faro empieza a apagarse muchos barcos se quedan a la deriva. Sin embargo, Virginia tenía la capacidad de transformar en arte todo el dolor que había experimentado. Su máquina de escribir y su tinta eran capaces de atrapar mucho más que pensamientos o líneas vacías, podían capturar fragmentos de su existencia y encerrarlas para siempre en el papel.
Sus libros son el reflejo de su alma, y su forma de escribir son corrientes que arrastran sentimientos movidos por poesía. Como prueba este fragmento de su obra La señora Dalloway: “Su cerebro se encontraba en perfecto estado. Seguro que el mundo tenía la culpa de que no fuera capaz de sentir”.
Si algún día lees sus novelas te darás cuenta de lo buena que era transparentando la conciencia de sus personajes en el relato. Para leer sus obras lo mejor es no pensar demasiado y solo dejarte llevar por su pluma.
Virginia no es recordada solo por sus novelas llenas de ideas y una narrativa única. También llegó a expresar a través de su voz individual la experiencia de miles de mujeres confinadas a una vida sin decisiones ni libertades. Sobre esto reflexionó en una ocasión: “Yo me aventuraría a pensar que Anon (anónimo), quien escribió tantos poemas sin firmarlos, fue a menudo una mujer”.
Virginia escribió muchos ensayos hablando sobre la mujer en su época, cómo era retratada y encerrada; y defendía el derecho a tener independencia económica y social. En su obra clásica, Una habitación propia, anota: “Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien”.
Estudió en la Universidad de Cambrigde y en 1917 conoció a quien se describe como una de sus relaciones más profundas de su vida, Leonard Woolf. Se llevaban tan bien que más adelante fundaron Alba Editorial, que llegó a publicar y editar libros importantes para la época, desde los suyos hasta ensayos del psicoanalista Sigmund Freud.
La escritora estuvo en contacto con muchos pioneros y personas talentosas de la época. Ella recordaba su infancia con cariño, tuvo una familia grande y muchas de sus novelas están plagadas de recuerdos de su niñez, sus veranos al suroeste de Inglaterra, entre la arena, el mar, risas y el faro de Cornwall.
Sin embargo, las mentes brillantes no son eternas, y la mente no siempre es capaz de ganar todas las batallas. A inicios de la Segunda Guerra Mundial se lanzó a un río con los bolsillos llenos de piedra, y murió. Aunque no se pudo llevar la revolución que dejó en el arte ni su legado en la lucha de las mujeres que no tenían voz para oponerse a la opresión.
Sus cenizas fueron esparcidas en el jardín de Rodmell. Pero al igual que el arte, Virginia Woolf no puede morir.