La historia del Canal se remonta a la época cuando el rey Carlos V de España quiso una ruta canalera a través del Istmo, pero no fue hasta después de tres siglos que los franceses intentaron realizar este reto, en 1880, aunque las enfermedades y los altos costos provocaron que ellos cayeran derrotados. Hoy la vía interoceánica es una realidad que le ha dado trascendencia a Panamá a nivel mundial, y conocerla es más sencillo de lo que muchos piensan.

En 1903 Estados Unidos y Panamá firmaron un acuerdo para construir un canal interoceánico para el paso de barcos a través del Istmo. Por lo que los gringos compraron la empresa francesa dueña del Canal con sus propiedades por cuarenta millones de dólares. Ya desde 1903 Estados Unidos había invertido más de tres mil millones y recuperado dos tercios.

El  31 de diciembre de 1999 Panamá asumió el cargo total del Canal, así como las áreas aledañas, en cumplimiento de los tratados suscritos en 1977 entre el jefe de Estado panameño, el general Omar Torrijos, y el presidente de Estados Unidos, James Carter.

El beneficio que consiguió Panamá gracias a la vía interoceánica fue muy grande, tanto que hoy es el país de Latinoamérica con mayor crecimiento económico y el más próspero a futuro.

¿Lograste adentrarte un poco en este hecho histórico tan importante? Pues ahora me pregunto: ¿Por qué la mayoría de los panameños no disfruta de semejante atractivo? Es posible ver y apreciar la historia de este recurso que identifica a Panamá en el mundo. No hay excusa para no pasar un fin de semana en familia y ver la travesía de buques y yates en el Centro de Visitantes de Miraflores. Además de observar los barcos en su paso por el Canal, allí se puede escuchar a los guías diciendo información interesante y describiendo los tipos de embarcaciones; también es un lugar ideal para tomar hermosas fotos de las esclusas y el paisaje.

Al llegar al Centro hay un dato que resulta importante: el costo de la entrada a las instalaciones para nacionales es bastante accesible para la gran mayoría de la población, pues esa cantidad (desde $1,50 hasta $3,00) a veces la gastamos en actividades que no instruyen o edifican.

Durante mi visita pude vivir experiencias maravillosas de un sitio tan histórico, como aprender todas las dificultades que se vivieron para crear el canal interoceánico, poder ver los planos y cómo estos iban evolucionando, lo cual me trasladó a esa época y me sumergió en la biodiversidad. A su vez logré conocer el funcionamiento de una manera didáctica y entretenida.

Eso sin dejar de lado la fantástica galería de fotos, que da fe de todo lo acontecido allí, de cómo era ese espacio antes de crear una obra maestra tan grande y con un alto nivel de importancia a nivel global.

Anímate a disfrutar y ser partícipe de la historia canalera, contemplar esta magia de la ingeniería moderna. Y es que al ver cómo el nivel de las aguas sube y baja en las esclusas para mover barcos gigantescos y ahorrarles semanas o meses de navegación, seguramente coincidirás conmigo en que es algo maravilloso… ¡hasta mágico! Es importante que lo disfrutes y lo exhibas en tus selfis o en fotos familiares. Es hora de que dentro de la planificación de vacaciones en familia incluyas ir al Centro de Visitantes de Miraflores. ¡No te arrepentirás!

Mi corazón latía sin parar. Mis manos sudaban y un cosquilleo en mi estómago reflejaba mi estado de ansiedad. 

Por dos años había esperado este viaje, fueron muchos meses de confinamiento por la pandemia, así que añoraba regresar a uno de los lugares más bonitos que he conocido: Bocas del Toro. 

Esta provincia está ubicada en la región occidental de nuestro país y posee una rica herencia cultural debido a la influencia caribeña e indígena. 

Bocas es conocida por muchos como la tierra del cacao y del oro verde, el plátano. Sin embargo, pese a toda su belleza natural esta provincia ocupa el cuarto lugar entre las regiones más pobres del país, con un índice de pobreza de 44,6%.

Luego de diez horas de un viaje agotador llegué con mis padres y mi abuela a Changuinola. Fue muy poco lo que dormí: el canto de los pajaritos me hizo despertar muy temprano. Luego de desayunar nos fuimos a Charagre. 

Al llegar al pueblo aprecié todo el escenario: sentía la brisa moviendo mi cabello, a lo lejos un hermoso rosal, en él un lindo colibrí se acicalaba; miré nuevamente y el intenso verdor del bosque me impresionó. Me puse unas botas de caucho y comenzó la aventura.  

Mi abuela nació y creció en Charagre, es mi heroína y estoy muy orgullosa de ella, ya que migró a la capital cuando era una adolescente en busca de mejores oportunidades de vida. Hoy es una profesional, una mujer exitosa y valiente. Fue nuestra guía durante el trayecto. 

Mi Abita, como cariñosamente le llamo, nos contó que esas tierras han pertenecido a nuestra familia por décadas.  Mientras caminábamos —yo luchando contra el cansancio, claro está— me contó que cuando eran niños ella y sus hermanos caminaban esos largos senderos sin zapatos. 

 —Aunque no lo creas éramos muy felices, esas experiencias nos hicieron fuertes —dijo al ver mi cara de impresión.

Seguimos caminando y quedé impactada con todo lo que encontré: vi tucanes, perezosos y mariposas, además de una variada vegetación, orquídeas y árboles como el laurel, cedro y plátano. 

Finalizamos nuestra visita en el área de las plantaciones. Allí nos encontramos a Genaro, un joven de la comarca Ngäbe Buglé que trabaja en la finca hace algunos años, y quien nos explicó el proceso de cultivo del cacao, desde la recolección, secado, tostado y molido del grano hasta la preparación del chocolate artesanal. Mi abuela me ofreció un poco y ¡sorpresa! Su sabor era agridulce, muy diferente al chocolate tradicional.

Empezó a oscurecer y mi abuela anunció que volveríamos a casa, había sido un día genial.  Charagre es un paraíso desconocido por muchos, un lugar maravilloso.

¿Te interesaría conocer la cultura aborigen de Guna Yala? Si tu respuesta es afirmativa, ¡es momento de seguir esta lectura! Se trata de un grupo indígena de Panamá localizado en la costa Caribe, que mantiene un estatus semiautónomo dentro del territorio nacional, conservando su  larga historia de mercantilismo y comercio internacional.

Los gunas viven principalmente del turismo, la artesanía y la pesca. Cuando viajas como turista te piden cuidar las instalaciones que ofrecen y que se entrelazan con elementos de la naturaleza. De hecho, a sus propios habitantes también les piden hacer uso responsable de la energía eléctrica y del agua.

Las artesanías son el sello distintivo de los gunas y reflejan su amor por los recursos naturales. Destacan los bordados impecables de llamativos colores, que lucen en sus bellos y costosos vestuarios, los cuales confeccionan ellos mismos. La prenda de vestir más conocida es la parte superior del traje femenino guna, que en su lengua llaman “mola”,  y que en español tendría el significado de «ropa». Como dato curioso, estas hermosas prendas están protegidas por ley, para evitar que sean comercializadas en el mercado (o falsificadas) por personas que no pertenecen a esta cultura.

He podido ver de cerca ese vestuario multicolor lleno de simbolismo maravilloso, de animales sagrados e historias de origen cosmogónico. ¡Guau!, qué interesante me parecía todo. Pregunté ¿por qué su vestuario representa estos temas? Me explicaron que esta cultura tiene sus bases en la creencia de tres principios: Dios, la naturaleza y el cosmos, ya que para el pueblo guna los seres humanos y la naturaleza forman parte de la misma identidad. 

Al final pude comprender que las molas llevan un impresionante mensaje a la sociedad, pues quienes admiramos los elaborados diseños, podemos ver a través de ellas el respeto que tienen los gunas por la naturaleza y la importancia de cuidar y preservar la riqueza humana.

No puedo dejar de mencionar su gastronomía que es muy rica en mariscos. Me contaba José González, nativo del lugar, que esto se debe a que la pesca es una actividad principal para la sustentación del pueblo. Entre los mariscos que más consumen están el pescado y las langostas. Uno de sus platos más conocidos es el tule masi, delicioso platillo con sabor a pescado, un toque de coco agradable al paladar, picante y limón; una combinación que incita a seguir disfrutando sus delicias culinarias. 

Después de llevarte a esta aventura guna, quiero también describirte la forma en que el turista puede disfrutar este hermoso lugar. Podrá dormir en hamacas tradicionales, contemplar el cielo lleno de estrellas reposando en pequeñas cabañas construidas de techos de paja o en pequeños yates. De seguro será transportado a un mundo de paz y tranquilidad… y, de paso, se refrescará con una rica agua de coco, mientras observa la tradicional danza de estas hospitalarias y amables personas, que viven como guardianes de su cultura ancestral.

Era 18 de mayo, Día Internacional de los Museos, después de dos años de encierro por el covid-19 al fin tenía la oportunidad de salir a recrearme, ¡y de qué manera!

Con el propósito de recopilar información para escribir una crónica cultural para el proyecto #500Historias, la profesora Dalys Ramírez invitó a los estudiantes que formamos parte del Círculo de Lectura y Escritura de mi escuela a visitar el Museo Afroantillano y el Museo del Canal Interoceánico. Esto me pareció interesante porque por primera vez iba a conocer uno.

A las 8:00 a. m. llegó el transporte de la Junta Comunal de Tocumen, me sentí feliz al verlo porque lo esperaba desde hacía una hora. Al fin se me iba a cumplir un deseo: conocer más sobre nuestra historia en una galería y descubrir otro sitio diferente a mi casa o la escuela.

Subí al bus con mis compañeros y partimos rumbo al Museo Afroantillano, ubicado en el corregimiento de Calidonia. Cuando entramos al lugar nos esperaba una guía que nos dio información sobre la construcción del edificio de madera que, a pesar de haber sido inaugurado en 1910, se mantiene bien conservado.  Consta de una sola habitación elevada del suelo sobre pilotes, con un techo de dos aguas. Fue construido por creyentes voluntarios de la Misión Cristiana, procedentes de Barbados y, según datos históricos, la Compañía del Ferrocarril los apoyó para que lograran el solar en el barrio El Marañón.

Durante el recorrido, me llamó la atención una cama con una sobrecama muy diferente a las que había visto, estaba confeccionada con círculos de tela de varios colores hechos a mano y unidos hasta cubrir la cama; también aprecié una lámpara de gasolina, un reloj de madera, así como un vagón de carga que usaron los trabajadores del ferrocarril, una máquina de coser, una peinilla de metal para planchar el pelo de las damas, entre otros.

Todavía recuerdo que días antes de la visita al museo deseaba que llegara el 18 de mayo, pero no para divertirme, sino porque quería entender más sobre nuestros abuelos y cómo eran sus días. Salí del lugar con un sentimiento nuevo, había visto objetos antiguos que no tenía ni idea de que existían, solo reconocí una máquina de escribir con el teclado parecido a una que vi en casa de mi tía en alguna ocasión.

Nuevamente subimos al transporte, pero ahora el destino era el Museo del Canal Interoceánico. En cinco minutos llegamos, puesto que está en el Casco Antiguo, en el corregimiento de San Felipe. Me embargó la curiosidad por saber qué vería en las once salas que lo conforman, las cuales cuentan la historia desde el surgimiento del istmo de Panamá hasta la búsqueda de nuestra identidad. 

Me cautivó el faro que usaron los franceses en 1893, ubicado en la entrada, al igual que las herramientas utilizadas en la construcción del Canal para remover la tierra.

Los museos son como máquinas del tiempo. Cuando entras no quieres salir porque tienes ansias de saber más y más. Son geniales y ojalá nunca cierren estos lugares para que niños y adolescentes como yo conozcan objetos que forman parte de nuestra historia e identidad.

Ella sonrió y guardó la carta de nuevo. ¡Hola! Me llamo Marilyn, y te contaré un poco de esta bitácora acerca de mis días en Aguadulce. La escribí en un cuaderno que me encontré en la calle, que tenía cartas, números y cosas raras. Borré todo eso y ahora es mío. La idea de este viaje a la ciudad de Aguadulce fue de mi mamá, pero eso te lo contaré después. ¡Espero que te guste!

Te explicaré por qué me enviaron a Aguadulce, más específicamente a Pocrí, que es un lugar de clima caluroso, con calles deterioradas. Lo digo porque una vez manejé bicicleta allí y me caí debido a esta condición. Su gente es bulliciosa y sociable; algo que destacar de esta región son sus festividades familiares e institucionales que celebran por lo general en la localidad de Natá de los Caballeros, que queda de 30 a 45 minutos de Pocrí. 

En las vacaciones de 2002 mi mamá me dijo: “Quiero un verano sin preocupaciones, sin pensar que te meterás en problemas”.  Mi vida en la ciudad capital era maravillosa, tenía buena suerte, muchos amigos y estaba feliz…pero desde que llegué a este lugar me siento vacía, y solo he hecho un amigo, Louis, que es el hijo del mejor amigo de mi tío. Es un chico callado, no se expresa mucho, pero es muy considerado; es alto y un poco insensible, pero igual es mi amigo, lo bueno es que también es de la ciudad.

Ahora sé que pensarás: ¿cómo es posible que alguien esté tan enojado de salir unos 10 días de su ciudad? Tal vez no me he explicado bien.  Yo llegué el 15 de enero, dos días después del cumpleaños de Louis y no pude estar en su festejo, y ahora se ha convertido en mi mejor amigo.

Esto es lo mejor de mi viaje, Louis, pues todos me miran como si fuera una decepción, piensan que llegué aquí por castigo y eso se siente terrible, no puedo estar en ningún lugar sin que me miren así, excepto el parque. Ahí voy con Louis todas las tardes, utilizamos una radio para comunicarnos, ya que el único teléfono que ha salido en Panamá es demasiado caro.

Pasado los 10 días de ese verano, partí. Estoy en la parada de Aguadulce, esperando el bus número #7, sentada y con mis audífonos, escribiendo una bitácora.

Estaba en la parada escuchando música y escribiendo en este diario, cuando escuche una voz a lo lejos. ¡Era Louis! Él gritó a la distancia…

— ¡Mar! ¡Espera!

— ¿Louis, qué haces aquí?, deberías estar paseando a tu perro, no aquí en la parada.

— Lo sé, Mar, pero, no podía irme sin darte esto.

Louis me dio una carta sellada y con ligero aroma a rosas.

Sonó el llamado para abordar el bus #7. Sentí que mi corazón se iba, y de repente Louis me abrazó con tristeza y se fue. Yo me dirigí al bus.

No aguantaba las ganas de ver qué decía la  carta, así que la abrí. Decía:

“Te extrañaré, pero nos veremos el próximo verano”. 

En ese momento no tenían gran significado, pero ahora son los recuerdos que más atesoro. En 2019 fui a Venezuela a pasar Navidad y Año Nuevo con mi familia. Obviamente estaba emocionada, ya hacía tiempo que no los veía en persona. Siento que esa fue la primera Noche Buena donde comprendí su verdadero significado: pasarla junto a los que más quieres. No digo que estas festividades en Panamá hayan sido malas, solo un tanto solas; a pesar de que a veces venían amigos, simplemente no era lo mismo.

Saliendo del aeropuerto tuve sentimientos encontrados: percibí que todo había evolucionado, y al mismo tiempo que nada cambió. Valencia no es una ciudad muy grande, así que antes veía siempre a las mismas personas, pero algunas ya no estaban o no las recordaba, pues me fui cuando tenía seis años. Por un lado, la nostalgia noqueó mi mente al ver el parque, el vecindario y los lugares donde crecí. Por otro lado, un tipo de culpa también se coló, puesto que no era lo mismo. Se sintió raro volver después de tanto tiempo. 

Aunque debo admitir que hablar con mi amiga de la infancia fue muy bonito, ya que recordamos las cosas que solíamos hacer de pequeñas, también se sintió raro porque ambas habíamos crecido. Ir a mi antigua casa fue una experiencia única: al abrir la puerta, la humedad evocó los recuerdos que se habían quedado atrapados ahí. Al entrar a mi cuarto de paredes moradas y rosadas me sentí de cinco años otra vez; la gran cantidad de juguetes que había dejado atrás me recordaron aquel plan original de regresar un par de años después de la partida. Hoy, llevo casi siete en Panamá; estando aquí he considerado donar algunos de esos juguetes porque a mis trece no juego con muñecas ni peluches, pero he sido incapaz, por alguna razón aún tengo apego a ellos.

En el parque parecía una niña pequeña, a pesar de que en ese momento tenía diez años. Se sintió bizarro subir en los columpios que consideraba gigantes, cuando tenía cinco, y ver que no se trataba de que los balancines eran enormes, sino de mi pequeña estatura. Mis recuerdos no concordaban con la realidad. 

En Navidad bailé, jugué y abrí regalos, me divertí como nunca. En Año Nuevo hubo fuegos artificiales y bengalas e hice la cuenta regresiva. En los últimos días de mi estancia se empezaron a escuchar los rumores del covid-19 y que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, había mandado asesinar a cierto líder terrorista; pero no le presté mucha atención. 

Esa fue la última vez que visité Venezuela antes de que el mundo entero cambiara a causa de la pandemia. Son mis recuerdos más hermosos porque son junto a mi familia entera, antes de que mi vida diera un giro de 180 grados. Como dice el refrán: “Éramos felices, y no lo sabíamos”… Ahora reconozco que esos son mis recuerdos más preciados.

El último viaje que hice con mi abuelo fue a las faldas de la India Dormida. Él era un hombre fuerte, trabajador y cariñoso, pero un poco callado. Estaba emocionado, ya que le encantaba pasar tiempo en familia. 

Tenía mucho tiempo de no verlo, así que cuando me dijeron que viajaríamos juntos no cabía en mi cuerpo. Fuimos él, yo, mis papás, mi hermano y nuestro perro. Viajamos cinco horas, y tras una parada para comer llegamos al lugar que tanto queríamos: El Valle de Antón. Nos recibió su espectacular paisaje, con unos muy hermosos árboles y sus montañas.

El serpentario era uno de los lugares que ansiaba conocer, ya que me encantan los animales. Mi abuelo compartía mi emoción. Cuando entré había de todo: víboras, cobras, cascabeles. También encontré reptiles como caimanes, iguanas y tortugas. Nos asignaron un guía que nos enseñaba qué tipo de serpientes son venenosas y las que no. Según me explicaron, algunos animales están allí porque fueron maltratados o fueron encontrados heridos. 

Después de visitar el serpentario fuimos al centro de El Valle, donde había muchos tipos de comidas, artesanías y flores. A mi abuelo le fascinaban. Allí nos dijeron que había un mariposario, así que sin dudarlo mucho nos fuimos. Era hermoso y tenía muchas mariposas de diferentes colores, tamaños y formas, incluso algunas se camuflaban con las hojas. Antes de irnos el guía explicó cómo se llamaba cada especie y mencionó su ciclo de vida. Mi abuelo estaba muy feliz, y eso me alegró mucho.

Ya de salida volvimos al centro del pueblo para comer. Allí escuchamos que podíamos ver la India Dormida, un cerro que es casi una leyenda en El Valle de Antón. Dicen que la montaña copia su forma de mujer acostada de la hija de un cacique indígena que murió de desamor cerca de ese lugar. Era impresionante. Viendo el cerro nos alcanzaron las cuatro de la tarde, así que tocó volver. 

La realidad es que me divertí y aprendí sobre serpientes y mariposas en El Valle, y lo mejor fue que a mi abuelo le encantó viajar con nosotros. Eso se me queda grabado para siempre, pues un par de semanas después él falleció.

Por primera vez visité este verano junto a mis familiares las impresionantes islas de Guna Yala. Tras siglos de conflictos se abrió como nunca al turismo y su historia marcada de misticismo y leyendas tradicionales ya puede ser escuchada por muchos.

El aire de verano en alguna de las islas de los descendientes de Olonigikinyaler (enseñó el arte de la lucha y defensa al pueblo Guna), se entrelaza con la mola, el  mar, el sonido de las olas y el calorcito del sol. Todo lo que anhelas ver y sentir: la arena bajo los dedos, el aire, los ojos de ese pueblo – tierra mar- el viento, todo lo perfecto e inimaginable, ideal si deseas encontrar paz a través de la naturaleza del Caribe panameño.

Los gunas son el primer grupo indígena de toda Latinoamérica en lograr su autonomía. Orgullosos de su idioma, el dulegaya. Nos enseñaron que “ayaleged” significa en dulegaya “hacerse amigos”. Es un lugar tan especial que el tiempo parece detenerse y las preocupaciones desaparecen, decía mi tía en este viaje.

Alguna vez conocida como San Blas, pero hoy llamada Guna Yala, mediante ley de la República, en reconocimiento a su identidad. Observé que, a pesar del modernismo del mundo, esta comarca indígena mantiene viva sus tradiciones, sobre todo las mujeres, que visten la mola, ícono de su cultura y de su feminidad. Pude disfrutar ver el arduo trabajo de sus manos expresando lo que sienten, piensan y observan, a través de tejidos de llamativos colores y dibujos geométricos.  Es ver una pintura que se cose en tela.

En mi recorrido me transporté en cayuco, y deslizando suavemente mis manos en el bote cerca al mar podía sentir la majestuosidad del agua y sus gotitas caer en mi rostro junto al resplandor de un sol único y especial.

¡Llegamos a la Isla Perro! Una maravillosa isla que cuenta con un barco hundido en la playa convertido en un bosque de corales lleno de peces de colores. Rodeada de agua azul, palmeras que se inclinaban sobre el mar y disfrutando de una suculenta pipa, llegué a sentir que estaba en otro país. No sabría describir todo lo que mis ojos veían: la estupenda playa de aguas limpias y cálidas, pelícanos zambullirse a unos metros del mar, las sombras de las palmeras, los cocos en la arena, y no podía faltar el respectivo selfie para mi colección de fotos. Más nada que pedir, todo en un momento.

Nunca pensé que este viaje fuera tan diverso y de aprendizaje de esta maravillosa cultura y de su geografía. A pesar de los cambios generacionales y de sacrificios, el pueblo guna ha logrado gestionar su propio territorio, y conservarlo casi intacto para las nuevas generaciones. Puedo decir que se ha convertido en uno de mis lugares favoritos desde la primera vez que estuve allí, pues ha dejado un encanto duradero en mi mente.

Aquel día viajaríamos a la provincia de Chiriquí. La noche anterior mi madre nos dijo que hiciéramos la maleta con mucho cuidado porque se nos podía quedar algo. Yo, obviamente, no le hice caso, y la arreglé a última hora.

Papá nos apuraba, ya que no quería quedar atrapado en el tráfico. Nunca he entendido el sofoco de los adultos con respecto al tiempo, si solo eran diez minutos y de todas formas habría tranque.

Eran vacaciones e iríamos al volcán Barú, un sitio muy turístico, sobre todo por ser el volcán más alto del sur de Centroamérica, con una altura de 3475 msnm.

En el camino noté que la batería de mi celular se estaba agotando y pensé en cómo decirles a mis papás que había olvidado el cargador. “¡Qué bueno!, así no te la pasarás pegada al teléfono”, me dijeron. Sin embargo, tenía algo a mi favor: soy la que siempre toma las fotos. Al final conseguimos un dispositivo.

Luego de horas de viaje y de quedarme dormida en el trayecto, llegamos a nuestro hotel. Subimos y nos instalamos para descansar, porque debíamos salir a las tres de la madrugada para lograr ver el amanecer desde la cima del volcán.

Muy temprano llegó el guía diciendo que ya todo estaba listo, así que partimos en auto para el sitio donde se iniciaba el ascenso. Al llegar al lugar nos indicaron que el trayecto duraba tres horas a pie. Casi me desmayo cuando escuché eso, y mamá se echó a reír al ver mi cara. A mí no me resultó gracioso.

En esas tres horas hubo quejas, llantos y discusiones, ya que casi ninguno tenía la condición física para subir tanto, en especial yo, que me cansaba bastante. Pero cuando por fin llegamos, supe que había valido la pena.

Fue hermosa la vista desde arriba, las nubes y la neblina como pelusitas tiradas a la falda del volcán. Una sensación agradable me embargaba. Despertarse tan temprano y poder disfrutar de la poca noche estrellada que quedaba, sentir que estaba por encima de las nubes, sin mencionar el frío y la brisa helada que hacía fue asombroso. Me contaron que la temperatura podría bajar hasta los dos grados Celsius. Había una combinación de colores única, entre un potente anaranjado, un toque de rosado que llegaba hasta mis mejillas y aquella pequeña parte de azul que quedó de la noche.

Sin duda alguna fue una experiencia sin igual. Alrededor de las 5:50 a. m. el tan esperado amanecer se notó por completo. El sol se abría paso entre las nubes. Sonreí, una profunda emoción me erizó y fui a abrazar a mi familia. Nos tomamos fotos, videos y hasta panorámicas. Tomé algunas con mi cámara Polaroid, para colgarlas en la pared de mi habitación y recordar esta aventura.

Tiempo después, era la hora de bajar. Fue mucho más rápido que el ascenso, y me la pasé escuchando música. Al llegar al hotel fuimos a desayunar y a planear otro lugar para visitar; estaba emocionada y lista para una nueva aventura en esta hermosa provincia.

Mi abuelo solía hablar mucho sobre su vida y la manera como se crió en Llano Santos, un pueblo ubicado en la provincia de Coclé, donde tuve la dicha de ir muchas veces a visitar a mi familia. Agradezco a las personas de allí porque eran muy cariñosas y acogedoras. 

Tal como mencionaba mi abuelo, la vida es este poblado es serena y llena de mucha felicidad, se respira paz, que en este lugar se siente de manera distinta y tiene una connotación diferente, más allá de una simple palabra abstracta que solemos decir cada vez que nos sentimos tranquilos: se percibe en las sonrisas de las personas con las que puedes hablar por horas, como si las conocieras de toda la vida.

Mi infancia fue tan fugaz que cuando visité por primera vez Llano Santos, mi familia quedó perpleja de lo mucho que había crecido.

El pueblo es poco frecuentado, pero muy amado por quienes lo conocen. En cuanto llegas puedes observar un pequeño parque donde los niños se divierten y suelen pasar tiempo con amigos y familiares. También hay una pequeña iglesia cerca a la que una vez pude entrar y quedé impresionada por el tamaño, pues es un poco estrecha, pero muy bonita; es de color blanco y tiene unos adornos en la parte superior del techo.

Alrededor de la edificación habitan personas en casas medianas de colores pasteles. Al ingresar al centro del pueblo es posible observar, al lado derecho, el cementerio principal, allí es donde está sepultada mi bisabuela junto a mi bisabuelo. 

Amo, sin duda, este sitio. Siempre iba para celebrar reuniones familiares, aunque a veces no tenía idea de quiénes eran algunas personas; me conocían, pero yo a ellos no, ya que me habían visto cuando era una recién nacida. Una anécdota que puedo recordar es que hacía mucho calor en casa de mi difunta tía, donde hacíamos las fiestas; aunque me gustaba ir porque había un hermoso miniarbolito en el patio delantero, que nos daba un poco de fresco. Un tío tenía una finca en la parte trasera de aquella residencia, había varias cabritas y un caballo; también, una tortuga inmensa, y me impresionó verla la primera vez. 

El lugar donde solían vivir mis antepasados era simplemente un lugar puro y feliz, el ambiente era de muchísima alegría, y me gustaría volver a estar allí.