Agustinita, un legado de generosidad

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Por: Iris Rivera 

María Pío Valdés de Rivera, mejor conocida como Agustinita (por su padre llamado Agustín), fue una persona muy humilde. Desde muy temprana edad sabía que el tiempo no debía perderse, más cuando vienes de una familia que tiene pocas oportunidades.   

Mi abuela estaba llena de muchos valores. De pequeña vivía en la provincia de Veraguas y buscaba trabajos para mantener a su familia. Por muchos años colaboró en casas de familia y en la iglesia, principalmente ayudaba a la comunidad católica, la cual le brindó muchas oportunidades que la guiaron a ser muy solidaria. Luego, se mudó a Tocumen, donde conoció a quien fue su esposo.   

Agustinina salió adelante de una gran manera, formando un círculo familiar de cuatro hijos, uno de ellos, mi padre. Hacía labores sociales como cuidar enfermos, brindar comida a la gente necesitada, contribuir con ofrendas para los niños, entre otras. No quería que vivieran lo mismo que ella de niña: tener que buscar un trabajo para comer y sobrevivir.   

Después de un tiempo, pasó muchas adversidades que la llevaron a la tristeza: la muerte de su hija Iris, de veintisiete años, fue una de esas; no obstante, este evento desafortunado no hizo que se quedara estancada y la ayudó a amar aún más a los suyos.   

Pasaban los años y Agustinita veía crecer a sus nietos, agradeciendo siempre a Dios por darle la posibilidad de ver hasta dónde sus hijos llegaban.   

Ella te apreciaba sin importar cómo eras o si provenías de otra familia. Una gran demostración fue el cariño que tenía hacia mi mamá. Mi madre me contó que cuando se iba a las cuatro de la mañana para el trabajo, mi abuelita despertaba minutos antes para hacerle café y la obligaba a tomárselo para que no se fuera con el estómago vacío. Mientras mi madre trabajaba, mi abuela cuidaba a mi hermana y aseaba la casa, para que cuando llegara solo fuera a descansar.   

Todo cambió cuando yo nací, pues Agustinita empezó a presentar la enfermedad de Alzheimer, que se agravó al cabo de cinco años. Yo tenía unos nueve y la veía muy triste siempre que me acercaba, no podía moverse ni hablar. La razón es que me llamo Iris, como su hija fallecida. En el 2015, a sus 74 años, mi abuelita se mudó con mi tío para recibir una mayor atención médica. 

Fue un 12 de abril cuando llegué de la escuela con mi hermana y vimos a mi papá sentado en el sillón:  

—Papá, ¿qué te pasó?, ¿por qué lloras? —preguntamos.  

—Su abuelita Agustina ha fallecido…  

Corrimos a abrazar a mi padre. 

Es cierto que no conocí mucho a mi abuelita, pero con los relatos que me han contado mis padres de su vida puedo saber que era una persona muy especial e inspiradora, y a pesar de que falleció cuando yo era muy niña, siempre será un ser que recordaré.