Una mujer con historia
Desde las viejas épocas, las mujeres se daban a conocer por la posición y conexiones en la sociedad de su marido; pero, el 23 de mayo de 1922 ―lanzando por primera vez su llanto de vida― Petra Guerra Acosta llegó al mundo para cambiar esa realidad. Una tarde donde el sol alumbraba y el último capullo del guayacán florecía vio nacer a la cuarta joyita de sus padres, Jesús Guerra y Rosa Acosta, de un total de diez hermanos.
Aquel tiempo, colmado de buenos recuerdos, la niña tuvo el privilegio de cursar hasta el segundo grado de primaria; hasta que la crueldad de la naturaleza le arrebató su lazo más cercano. Era de tarde cuando su hermana Digna fue embestida por la fuerza de un descomunal rayo. Por primera vez Petra sintió en sus huesos la crudeza del dolor.
Luego de tres estaciones, aquella niña dolida encontró su lugar entre las notas de la caja, el dulce acordeón y el canto de la mejorana, cuyos ritmos alegraban su corazón. Un día, bajo el cielo repleto de estrellas, en medio del escenario silvestre, Petra danzaba a la luz de los candiles, provocando los suspiros de no pocos pretendientes atraídos por su jovialidad y ritmo. El conquistador fue Víctor Sánchez, de noble corazón, que logró compartir sus ideales de vida y formar una familia junto a la mujer a quien luego regaló su gran pasión.
Tras el paso de los años, con sus 15 hijos (de los cuales vivieron 12), la familia, ya estructurada y establecida en el pueblo de Sabana Bonita, hizo el esfuerzo para mandar a sus hijos a estudiar y darles lo necesario. Sin embargo, la vida los golpearía por segunda vez. Al nacer uno de sus retoños, su esposo, o el Viejo, como ella lo nombraba, enfermó de asma, y la gravedad no le permitía colaborar en lo esencial; se agotaba rápido y sus pulmones no resistían la pérdida de energía por la falta de aire. Aunque eso no detuvo la entereza de Petra para sacar adelante a sus muchachos y apoyar a su marido.
Todos los días, antes de las cuatro de la mañana, mucho antes de que el gallo de su vecina cantara, tomaba una guaricha, la encendía e iba al cerco a buscar el ganado de leche para ordeñarlo; al volver a casa preparaba el desayuno. Pan caliente y café con leche fresca era el manjar ofrecido por una diosa. Luego de dar la bendición a sus hijos, salía a la faena del campo, que le permitía tener comida en la mesa para su familia. Sembraba y cosechaba frijoles, plátano, yuca y lo que la tierra pudiera ofrecerle.
Al regresar a la casa, ya con el refulgente atardecer, Petra se sentía como bañada de luz ante el deber cumplido; prendía el fuego y preparaba la cena enseñando a sus hijos a colaborar con tareas sencillas. Gracias a que en aquel entonces entre vecinos se trocaban todo tipo de productos —los turistas también participaban—, a las amas de casa se les hacía más fácil surtir la mesa con cierto decoro, más disponer de agua fresca, recién sacada del pozo.
También vivió los sustos de toda madre cuando sus hijos enfermaban. Ella los cuidaba con desvelo, preparándoles tónicos de hierbas, heredados de la sabiduría popular. Así pasaron quince años… Petra, con el sudor de su frente y la dignidad como único escudo, logró sacar adelante a su familia; para entonces, el Viejo ya había superado el asma.
Luego de cincuenta años de unión, en 1962, en la Iglesia de El Carmen, contrajo matrimonio con Víctor Sánchez, y sus retoños fueron oficialmente reconocidos. Otra etapa de su vida había culminado en paz: sus hijos, hombres y mujeres de bien, y su esposo sano.
Irónicamente, la vida gira una vez más cambiando su estado de felicidad, y en el año 1994 Víctor Sánchez abandona el mundo de los vivos, a causa de un derrame. Actualmente, con 6 hijos vivos, 15 nietos y 17 bisnietos, Petra Guerra Acosta reposa en la terraza de su casa, en compañía diaria de tres de sus hijas; en su cómoda bata de casa, recibe visitas regulares de la familia. Mientras saborea una taza de café, sonríe agradecida y consciente de que en 2022 cumplió cien años, o como ella dice, “un quintal”, con la mente suficientemente clara para recordar aquellos versos de mejorana, que, en su juventud, le alegraban el alma.