¿Sabemos escuchar a los demás? ¿Qué pasa cuando algún familiar nos desea contar de su vida? Cuando prestamos atención, siempre podemos aprender algo, por eso, les quiero compartir la historia de mi madre, que me dejó mucho en qué pensar.

Era otro día más en el departamento de San Vicente, en El Salvador; pero no uno cualquiera para la familia Andrade Durán: el 30 de agosto de 1973 nació la nueva integrante de la familia, mi madre Dora María, quien creció en el pueblo de Santa Clara. Pasó nueve años de su infancia en su queridísimo San Vicente, pero, debido a la situación que afrontaba el país debido al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (o guerrilla FMLN), ella y su familia de siete, compuesta por su abuela, su madre, su hermana mayor y sus tres hermanos mayores tuvieron que mudarse a la capital, San Salvador. Allí residieron por tres años.

Después se fueron al departamento de Sonsonate, donde creció y a los diecisiete años decidió estudiar bachillerato en uno de los colegios que tiene este bonito departamento. Se graduó en 1992 como parte de la promoción de Salud del Colegio Centro América.

En 1993 ingresó a la Universidad Nacional de El Salvador para estudiar su licenciatura en Fisioterapia y Terapia Ocupacional. Le pregunté por qué le llamó la atención esa profesión y me contó que se sintió inspirada por el caso de su amado sobrinito: el niño tenía cáncer de encéfalo, el cual le llegó a provocar una parálisis facial; ella recordaba las terapias que el pequeño recibía y, lo que más la impresionó fue que su carita volvió a su estado normal. Lastimosamente, el pequeño no pudo con su enfermedad.

En el 2000 se graduó y al año siguiente se casó con su actual compañero de vida, Henry Joaquín Martínez Lobo. Dos años más tarde tuvieron un par de gemelos. Siete años después, en 2009, se unió una integrante más a esta familia.

Todo iba muy bien en el hogar; incluso, en diciembre de 2019 la familia realizó un viaje de una semana a Houston, Texas. Una bonita experiencia.

Sin embargo, a inicios de 2020 Dora María recibió una lamentable noticia: padecía de cáncer de mama. El 15 de febrero se operó y afortunadamente los doctores no consideraron necesario amputarle el seno. Durante todo ese año se sometió a radioterapias y quimioterapias hasta que le notificaron que ya estaba recuperada.

En 2021 le detectaron cálculos en la vesícula. La operaron, pero, por una mala praxis, se le notaba un terrible cambio físico: durante cinco días su piel lucía muy amarillenta y su estómago demasiado inflamado. Los especialistas decían que eran parte de los efectos secundarios de la operación, que se le quitarían con el tiempo, y le recomendaron que tomara medicinas para el dolor. Terminaron internándola en el Hospital Militar, la intervinieron de emergencia, la recuperación parecía exitosa, pero todo se complicó: se le bajó la presión arterial y no dormía lo suficiente, por lo que sus órganos no respondían adecuadamente; también corría el riesgo de sufrir un paro cerebral o respiratorio. Ante la situación, los médicos decidieron inducirle un coma.

Mi mami expresó cómo se sintió en ese estado: “Veía lugares tan preciosos, eran unos bellos jardines, podía percibir aromas de comida y de las flores, escuchar riachuelos y las olas del mar. Son sueños de los que no deseas despertar”. Es curioso, pero cuando abrió sus ojos, de lo primero que se acordó fue de mi gato.

Dora María pasó por tantas cosas difíciles y demostró ser una mujer muy fuerte. Actualmente, sigue batallando con las enfermedades, pero se mantiene positiva. Esta historia la había oído muchas veces, pero cuando le pregunté y la escuché, pude ver la expresión de sus ojos y entendí que puedo aprender mucho de su pasado, presente y futuro.