Nuestra herencia
El 5 de septiembre de 1959, en una comunidad del municipio de Maraita, situada a 50 km de Tegucigalpa, Honduras, nació Cándida Rosa. Hija de campesinos, desde su infancia fue obligada a realizar tareas de adultos y a madrugar para alimentar a varios jornaleros y cuidar de sus hermanos menores. A menudo era castigada cruelmente, sus cicatrices atestiguaban los malos tratos que recibía de su padre. Producto del excesivo esfuerzo, a los nueve años desarrolló dos hernias y otras enfermedades que la afectaron a lo largo de su vida. Su madre trataba de protegerla, pero ella también era maltratada físicamente, además padecía de artritis y tenía una vida difícil.
Venciendo muchos obstáculos Cándida asistió a la escuela. Al momento de seguir sus estudios la única posibilidad era trasladarse a la ciudad, pero ya sabía que en la casa donde pensaban hospedarla podría ser abusada y no estaba dispuesta a someterse a situaciones peores a las que ya había vivido. Este punto fue muy complejo, porque interrumpir su formación fue una decisión que la marcaría para siempre, por eso se prometió hacer hasta lo imposible para que sus hijos pudieran prepararse.
A los diecinueve años se casó y tuvo cinco hijos, a quienes nombró Rafael, Angélica, Domingo, Mirna y Johana, en ese orden. A pesar de sus complicaciones de salud y la pobreza extrema en que vivían, se aseguró de educar a sus retoños de otra manera, sin abusos, con mucha paciencia y amor, contrario al trato que ella había recibido. Con un nudo en su garganta, pero al mismo tiempo muy determinada, vio partir a sus hijos rumbo a la ciudad, cuando eran todavía jóvenes.
Cándida Rosa se comunicaba con ellos a través de cartas. Se notaba confianza y cariño a través de esas letras pensadas para animar y acuñar los valores que ella inculcó. Con toda clase de dificultades sus hijos se graduaron, los esfuerzos y anhelos de la abnegada madre se vieron realizados, y con ello se reventaron cadenas de tristeza para dar paso a un nuevo capítulo.
La orgullosa madre también se realizó de otras maneras. Sin proponérselo, en todos los lugares que vivió puso a disposición su enorme vocación de servicio, su nobleza y calidez humana. No importaban sus limitaciones económicas, siempre se las arregló para ayudar a quien lo necesitara.
Y después, a pesar de que sus padres la trataron como una hija fracasada, los cuidó sin reproches, no guardó rencores ni odios contra nadie, era consiente de que su ejemplo de vida era la mejor herencia que podía ofrendar a sus hijos.
La mujer fue diagnosticada con lupus en una etapa avanzada, apenas logró conocer a su primer nieto. El 21 de noviembre de 2006 fue hospitaliza por última vez y cuatro días después cerró sus ojos definitivamente. A su funeral llegó tanta gente, que, al menos por unas horas diluyó el dolor de sus hijos. En cuanto a mí, solo puedo decir que me habría encantado conocer a mi abuela.