TEXTO CORREGIDO

Sherlys Athanasiades es una mujer que inspira: su niñez y adolescencia trascendieron siendo alguien que no era. Tuvo que luchar sin rendirse para alcanzar sus sueños. Hoy es reconocida como una mujer trans panameña, es decir, “nació con sexo masculino, pero desde muy temprana edad percibió su identidad de género como femenina”, de acuerdo a una nota publicada en el sitio web del periódico Mi Diario (2019).

Algo que siempre tuvo claro Sherlys desde niño, y que inició desde el momento que cumplió los dieciocho años, fue el interés de cambiar de nombre. Para lograrlo, recibió el acompañamiento y asesoría de la abogada Mónik Priscilla y el apoyo incondicional de sus padres, a quienes agradece infinitamente, pues reconoce que también enfrentaron momentos difíciles.

Es evidente la felicidad de esta joven a través de las siguientes palabras: “Es un día para agradecerle a Dios, primero que todo, por cumplir uno de mis mayores deseos, el cambio de nombre. Los sueños se cumplen, si te lo propones, todo se cumple. Desde hoy soy oficialmente Sherlys Athanasiades Serrano”, manifestó para Mi Diario.

Su valor superó discriminaciones y ofensas cuando logró convertirse en una mujer reconocida oficialmente por las autoridades panameñas y culminó satisfactoriamente todo el proceso de cambio de nombre en el Tribunal Electoral.

Sherlys es una mujer común que inspira e inspirará a muchísimas personas, no sólo en Panamá, sino en otras partes del mundo.

Este sería el segundo caso en Panamá en el que un trans ha logrado el cambio de nombre. Sherlys fue precedida por la modelo y activista de derechos humanos Candy Pamela González, quien logró este objetivo en el año 2016.

Según las leyes panameñas, el proceso puede ser solicitado si la persona comprueba que, por lo menos en los últimos cinco años, ha utilizado el que será legalmente su nuevo nombre. Los requisitos son claros y en nada hacen referencia a un cambio de sexo.

De este hecho nace en mí una interrogante: ¿Por qué hay que luchar y ser fuerte para poder expresar lo que eres? Algún día me gustaría poder ver un Panamá donde se respeten las diferencias individuales y la gente pueda expresarse con libertad, sin ser callado por quienes también tienen miedo o simplemente están en contra de lo que piensas.

Sigo buscando un Panamá donde dos personas con creencias completamente diferentes puedan convivir debajo del mismo techo sin tener que ofenderse.

Ansío un Panamá donde no exista la necesidad de esconderse, no solo por miedo a lo que te digan, sino por temor a las reacciones descabelladas de personas que escuchen tus ideas y no estén de acuerdo.

Por último, anhelo un Panamá donde la voz de los jóvenes sea tomada en cuenta y no tengan que esperar a ser adultos para que se validen sus palabras.

La mujer que logró cautivar mi inspiración para que realizara esta crónica fue mi abuela Eneida, una señora de 79 años, cariñosa, perseverante y amable. Proveniente de un campo del distrito de Ocú, en la provincia de Herrera, el lugar más bello de esa región… un pueblito humilde, pero hermoso, llamado Chupampa.

Mi abuela Eneida es la tercera de siete hermanos, por ser de las mayores tuvo que cumplir con las obligaciones del hogar y ayudarle a su mamá, ya que era una familia muy grande.

La época cuando nació fue difícil, pues las mujeres del hogar, a cierta edad, debían saber hacer de todo, y ella no se quedó atrás. Desde los nueve años ya cocinaba, ayudaba a lavar la ropa en el río, trapeaba, limpiaba los trastes.

Tuvo la suerte y la oportunidad de asistir a la escuela, pero solo hasta sexto grado, es lo que se veía en esos tiempos, puesto que los centros educativos o estaban muy distantes o no había dinero para seguir. Creo que en el caso de mi abuela pudo haber sido ambas. No obstante, el tiempo que estuvo allí aprendió muchas cosas, aunque luego de las clases debía soportar a su papá quien llegaba cansado del trabajo y era muy estricto.

Mi abuela siempre se ha caracterizado por gustarle bailar y por sus creencias religiosas. Una de las habilidades que más me encanta de ella es cómo prepara su famoso puré de papas con salchicha guisada, ya que lo hace diferente, en todos los sentidos. Tiene una receta especial: le agrega las salchichas y lo mezcla con vegetales, dándole un sabor extraordinario y único.

Este recuerdo me hace imaginar su textura suave, pero no demasiado, lo suficiente como para degustar sin parar; lo más delicioso es ese toque que le da cuando lo acompaña con la salsa especial y secreta. La verdad es que para mí su comida tiene un sabor original.

Yo admiro a mi abuelita porque, a pesar de lo dura que pudo haber sido su niñez y todas aquellas dificultades que se le presentaron, siempre ha sido un ejemplo de amor para la familia y de perseverancia para lograr lo que uno se proponga en la vida. Ella me inspira a luchar y seguir mis sueños, y ¡qué mejor manera que escribiendo una crónica sobre ella!

Gracias, abuela, por ser ese ingrediente que me faltaba y dejarme ese legado lleno de amor.

Regresábamos del trabajo de mi madre, cuando ella recibió una llamada en su celular, algo que le parecía raro por la hora. Era un número desconocido. Le pregunté por la persona en el teléfono, pero me ignoró hasta que la conversación terminó.

—Es tu tía Madelen —dijo.

—¿Madelen?, no sabía que tenía una tía llamada así —contesté

Se reunirían en un restaurante cercano.

Cuando llegamos vi una mujer joven, morena, baja, con ojos oscuros y cabello lacio. Ella me saludó como si nos hubiéramos visto antes, yo era muy pequeño para recordar aquel encuentro. Me recibió alegre, así que respondí de igual manera. Hablaron sobre el trabajo, yo me aburrí y me retiré a jugar. Luego me dijeron que mi tía se iba a quedar un tiempo con nosotros, no sabía el porqué.

Al día siguiente, cuando salí de la escuela, mi mamá estaba con mi tía, dijeron que íbamos de compras. Visitamos un montón de tiendas que ignoraba que existían, eran de repostería y cocina. Mi tía Madelen Figueora le había pedido ayuda a mi madre para llevar a cabo la inauguración de su local; deseaba que la conocieran por lo que le gustaba hacer. La pastelería es su especialidad, prácticamente sabe hacer de todo por la pasión y el tiempo que le ha dedicado a su vocación.

Desde los catorce años fue aprendiendo los principales conocimientos de la mano de su abuela y su mamá. Esto le ayudó en la universidad donde comenzó a hacer brownies y dulces pequeños que vendía para ganar dinero entre sus compañeros de clases y así darse sus gustos, incluso llegó a tener un fondo para pagar sus estudios.

Durante ese tiempo con nosotros aprendí más sobre mi tía. La primera vez que llegué a probar algo hecho por ella realmente era muy delicioso. Era evidente que le gustaba hacerlo, su dedicación al hornear o cocinar se le notaba a leguas. Estudió Gastronomía, claramente siempre tuvo inclinación hacia la repostería y los banquetes.

El lugar donde ubicaría su establecimiento estaba en el corregimiento de Natá, por lo tanto, era necesario mover todo lo comprado en la ciudad de Panamá hacia la provincia de Coclé. Al llegar, el sitio era grande, aunque sucio y sin luz. Todos los que habíamos ido a ayudar estábamos confundidos al ver la emoción de mi tía. Ella visualizaba cómo iba a ser todo, y en efecto, quedó exactamente como lo había imaginado: las neveras en su lugar, las paredes pintadas y la mercancía ordenada, todo iba bien… hasta que la cuarentena a causa del coronavirus disminuyó las ventas y el alquiler del sitio subió. Ya no pudo pagar más y tuvo que cerrar el negocio.

A pesar de este duro golpe, se las arregló para mantenerse estable, y poco a poco volvió a surgir, trabajando desde su casa y encargándose también de hacer las entregas. Actualmente, es la misma de hace unos años, mantuvo su éxito, su reconocimiento, sus ventas y su espíritu. Al final, lo más importante es que triunfó.

La protagonista de esta historia nació en 1967, en la provincia de Coclé, distrito de Aguadulce. Fue la primera de seis hermanos, cuidada por su madre, quien trabajaba en el Hospital Marcos Robles. 

Su madre, Julia Eulalia de León, era dedicada, perseverante y luchadora. Se esforzaba para mantener a sus hijos, debido a eso laboraba hasta tarde. Por lo tanto, Natividad se enfocaba en ayudar, cuidando de sus hermanos y realizando las labores domésticas.

Amor, carácter y cotidianidad 

Todos los hijos de Julia se esmeraban por conseguir becas para seguir estudiando, con el objetivo de contribuir económicamente con la familia. Además, siempre sacaban tiempo para compartir entre ellos: se divertían con juegos de mesa y se apoyaban en las tareas escolares.   

Esta convivencia se vio reflejada en momentos alegres y también en algunos tristes. En ocasiones discutían entre ellos. Una vez uno de sus hermanos, en un momento de enojo, le tiró una taza en la cabeza a otro, dejándole una marca en la frente con forma de cruz.  

Una anécdota curiosa de Natividad ocurrió durante su infancia. A la edad de siete años consiguió su primera bicicleta. Practicaba todos los días, pero un día se cayó en el pavimento, se golpeó muy fuerte y la llevaron al hospital. Ese incidente no evitó que ella siguiera usándola. Con su persistencia logró su objetivo de aprender a controlar el vehículo. Este es un recuerdo que guarda con mucha emoción, pues resalta el carácter que hay en ella.

En su preadolescencia disfrutaba mucho jugando con los niños de su barrio y practicando deportes como el voleibol.  

Travesura en las salinas

Cuenta que una mañana varios chiquillos planeaban ir a la playa El Salado. Ella se unió al grupo. Caminaban mientras contaban cuentos. Además, observaron el sitio donde se producía la sal: las salinas. 

Su abuelo trabajaba allí, pues era un salinero y saludaba a los pequeños que pasaban, también les explicaba acerca de la evaporación del agua salada. 

Ese día Natividad y sus amigos vieron a personas cargando pesados sacos de sal, que eran llevados a la refinería, bajo el ardiente sol. Pero a su vez la brisa marina refrescaba con un viento frío a quienes estuvieran cerca. 

Muy curiosos, los chicos pensaron sobre lo que habría dentro de aquel lugar. Eran conscientes de que ingresar estaba restringido, pero a algunos de ellos no les importó y se acercaron velozmente. Observaron a muchos trabajadores, vieron el solar que tenía pequeños estanques donde se concentraba la sal y apreciaron su proceso de evaporación. Había personal con escobas arrastrando la sal evaporada en una esquina del estanque y formando una gran montaña que se repetía constantemente. 

La travesura duró hasta que de repente alguien pasó cerca y vio a un niño. Este empezó a correr de inmediato alertando a los demás. Todos regresaron al barrio agitados y riendo de lo sucedido; eran traviesos y divertidos en tales situaciones.

Actualmente Natividad vive en Panamá y trabaja en la Autoridad de Tránsito Terrestre. Ella es mi mamá.

La familia González-Valdez es feliz, aunque fiestera. Si de genética hablamos, cada uno de sus integrantes tiene un problema en común: la necedad. Tienen fama de ser muy obstinados, decididos e incluso agresivos. Y si alguien les reclama ese comportamiento, acostumbran decir: “Es lo que Yiya nos heredó”. Pero ¿quién es Yiya y por qué es tan importante para este clan?

En un pueblo de la provincia de Chiriquí, para el año 1934, Isaura Acosta trajo al mundo a una niña a quien llamó Elidia Valdés. Desde muy pequeña mostró ser alguien independiente, cualidad que desarrolló aún más al sufrir el dolor de la muerte de su padre, cuando tenía solo cinco años.

Su madre tuvo que pedir a sus hijos que trabajaran el doble para suplir lo que antes el papá aportaba. En aquella región y para esa época las niñas se quedaban en casa, ayudaban en los oficios y tenían la comida lista cuando los varones llegaban. Pero Elidia era diferente, ella era la que salía al monte, mientras sus hermanitos menores se quedaban en el hogar.

Por estar dedicada al trabajo, no pudo asistir a la escuela; no sabía leer ni escribir. Lo suyo era el trabajo físico, donde sí era muy buena. Incluso salió victoriosa de varias riñas donde quedó involucrada. Recuerdo cuando ella contaba con todo orgullo sus trifulcas y líos de la infancia y adolescencia: “La agarré del cabello y estrellé su cabeza contra el suelo… Le pegué con mis propios puños para enseñarle la lección”, eran algunas de sus anécdotas.

¿Orgullosa? ¡Claro que lo era!, y lo dejaba notar con su tono de voz y la sonrisa con la que contaba sus historias. Con la edad, su memoria la traicionaba y repetía las mismas andanzas, pero a nadie le importaba, todos se divertían mucho escuchando sus cuentos una y otra vez.

En su juventud, Elidia conoció a José González mientras era cocinera ayudante para los trabajadores que construían el ferrocarril. Se enamoraron, se fueron a vivir juntos y pronto engendraron a cuatro retoños. Infortunadamente, José quedó desempleado y enfrentó problemas para mantener a sus hijos. Por recomendación de familiares y amigos decidió trasladarse hasta el otro extremo del país, la provincia de Darién, animado por los testimonios de hombres que se habían lanzado a la aventura y les había ido bien. Él también se alistó para abandonar la provincia de Chiriquí en busca de otras oportunidades. Pero se fue solo, dejó a su mujer en casa con sus cuatro niños y con el quinto que venía en camino.

Al pasar el tiempo, José logró concretar algo en Darién, volvió con buenas noticias y listo para llevarse a su familia. El nuevo panorama fue difícil para Elidia porque tuvo que decidir entre quedarse con su madre y su familia natal, o ir a establecer la suya en un lugar distante. Optó por la última, aunque con dolor en su corazón.

En Darién la familia siguió creciendo, como creció también el gusto de José por la vida fiestera. Aunque él nunca demostró ser realmente casero. Trabajaba duro, sí, pero solo cumplía con las obligaciones básicas del hogar y parte de su salario lo malgastaba en alcohol y mujeres. La mujer entendió que le tocaba a ella sola garantizar la seguridad y las necesidades de sus once hijos.

Y claro que lo hizo, se las ingeniaba para atender a sus niños y apoyar también a su esposo en el trabajo. ¿Cómo lo logró? Bueno, con aquella independencia que la caracterizó desde niña y con la fuerza con la que creció. Para mí estas cualidades la hacen un ser especial.

Por su carácter y la vida dura que enfrentó, Elidia no era una mujer muy expresiva o amorosa, no obstante, tenía formas de mostrar afecto a los suyos. Y su familia también la quería. Hasta el día de hoy sigue siendo muy recordada, después de más de dos años de su fallecimiento.

En las reuniones de los González-Valdez siempre se habla de doña Yiya, de sus historias maravillosas, de la buena mujer que fue y de cómo varios miembros de la familia son necios al igual que ella. Sobre todo, del éxito que tuvo Elidia en transmitir a sus descendientes ese espíritu de lucha, protección y perseverancia por los suyos.

 

Persiguiendo un balón en el barrio de Samaria, con los pies heridos por correr sobre el cemento y con gotas de sudor mojando su rostro mientras se enfrentaba a sus amigos Erika Hernández descubrió su pasión por el fútbol. Sólo contaba con cinco años.

Su trayectoria llena de prejuicios por su género y dificultades económicas han forjado a una de las jugadoras más talentosas de nuestro país. 

Hoy, a los 23 años, tricampeona de la Liga de Fútbol Femenino y máxima goleadora panameña, Erika cosecha triunfos, sonrisas y orgullo. Este fue el resultado de sembrar perseverancia, lágrimas y dedicación. 

¿Cómo llegaré a la práctica? ¿Podré comprar unos tacos? ¿Comeré lo suficiente hoy?, eran algunas de sus dudas cotidianas. Lo que yo veía como una actividad extracurricular, para ella era el camino hacia un mejor futuro. Mientras yo podía decirles a mis padres que me llevaran a los partidos o me compraran tacos nuevos, ella y su familia tenían que afrontar estos retos día a día. 

Nuestros caminos se cruzaron jugando juntas en el Plaza Amador. Desde ese momento vi que ella no era solo una futbolista, era una chica llena de sueños y esperanzas, una líder. Durante los entrenamientos y partidos Erika irradia alegría, contagia su motivación al resto del equipo con bailes y canciones. Todo eso me hizo admirarla más allá de la cancha. 

Platiqué con otros al respecto. “La empecé a seguir cuando jugaba en Argentina. Tenía una calidad futbolística superior, pero lo que me hizo quererla en mi equipo fue su compromiso, profesionalismo y, sobre todo, su actitud en los vestidores”, confesó el ejecutivo del Plaza Amador, Miguel Novo, cuando le pregunté sobre los atributos de Erika. 

 Aunque su persistencia es impresionante, su talento futbolístico natural es remarcable. Erika se ha destacado en las ligas panameñas, jugando desde los doce años en la Sociedad Deportiva Panamá Oeste, hasta su primer equipo oficial, San Cristóbal F. C. 

El tipo de talento que exhibe al tocar un balón de fútbol no se hace, con ese ingenio se nace. Esto la ha llevado a sudar la camiseta representando a Panamá en países como Estados Unidos, Argentina, Japón y España. 

Y así fue alcanzando sus metas. “Cuando jugué por primera vez en la selección nacional me di cuenta de que los sueños se cumplen, pude sentir ese triunfo y emoción en mi corazón”, describió Erika Hernández sobre su primera vez con la Selección Mayor Femenina. 

Por eso, cuando tuve que elegir a una mujer que me inspira pensé en Erika, sin dudarlo. Desde que la conocí me conmovió personal y profesionalmente. La manera en que convierte un trayecto complicado en algo positivo, no solo con el balón, demuestra su valor.

Si hay una dama que representa el talento de las mujeres artistas y que es digna de destacar es, sin duda, Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón. Sí, Frida Kahlo, la icónica pintora mexicana que fue partícipe de la movida de los grandes muralistas de su país.

De acuerdo con lo que leí, supe que fue hija de un fotógrafo judío-húngaro de nombre Guillermo Kahlo y de Matilde Calderón, quien tenía herencia indígena. 

La artista, famosa por sus autorretratos, sus gruesas cejas y las coronas de flores que usaba en la cabeza, nació el 6 de julio de 1907. Tuvo dos hermanos, uno que murió muy pequeño y otra de nombre Cristina, quien en algunas películas biográficas de la pintora se puede ver que fue su mejor amiga, compañera y protagonista de una traición amorosa hacia Frida con su esposo, el pintor Diego Rivera.

Fue en el año de 1925 que Frida experimentó el terrible y doloroso accidente que cambió su vida. Hasta ese momento era una adolescente como cualquier otra: feliz y enamoradiza. Al menos así la describe la película Frida, protagonizada por Salma Hayek, en el año 2002.

Volviendo a 1925, cuando Frida se encontraba viajando en un autobús no tan grande y poco acogedor, este fue embestido por un tranvía. El choque entre ambos vehículos ocasionó una perforación en la pelvis de la artista, quien además tuvo una fractura en la columna vertebral y la clavícula, así como varias costillas rotas. 

A causa de este hecho fue sometida a 32 operaciones. Fue una guerrera, fuerte, luchadora y motivadora que no se dejó vencer.

En 1953, Frida sufrió otro revés del que ya no se recuperó. Debido a una gangrena tuvieron que amputarle la pierna por debajo de la rodilla. Como es evidente, esta pintora pasó por muchos momentos difíciles en su vida y a pesar de todo siguió perseverando y nunca se rindió.

A los episodios dolorosos se suman la relación tormentosa con su marido, en medio de infidelidades de ambas partes, y las pérdidas de sus embarazos. Una situación muy triste y delicada para las mujeres que sienten el deseo de la maternidad desde su infancia y no lo logran. 

Hoy, la casa de su familia, ubicada en la calle Londres, en el número 247 del barrio Coyoacán, en la ciudad de México, conocida como la Casa Azul es un museo.

Así termina este perfil contando una parte de la existencia de una mujer que representó mucho el carácter mexicano y se convirtió en un ícono del siglo XX.

 

Itzela Betancourt nació el 22 de febrero de 1955. Vivió toda su vida con su progenitora, ya que su papá la abandonó a muy temprana edad. Su madre, Pepita Ruiz Morales, era una niña huérfana quien al crecer se dedicó a trabajar en casas de familias donde planchaba, lavaba, barría y trapeaba.

Itzela estudió en el Liceo de Señoritas y un día se fue al parque y se preguntó: «¿Qué quiero estudiar?». En ese momento pensó en psicología o teatro. Pasaron los años y se formó en el Instituto Nacional, donde descubrió su verdadera vocación cuando un día una profesora llamada Carmen Leticia la llevó a su salón como asistente y ahí la joven estudiante notó que quería ser profesora de Español.

A pesar de las adversidades que ha tenido que afrontar, nunca se rindió. Por el contrario, siguió esforzándose y estudiando para lograr su meta. Para ser una mejor docente, tomó una maestría en Lingüística. También estudió Dramatización Lectora y tiene un certificado de Cooperativismo.

En 1978 dio clases en la escuela Salomón Ponce Aguilera; de allí pasó a la Mariano Prado, en Natá; luego al Instituto Rufo A. Garay, en Colón; y posteriormente llegó al colegio Jerónimo de la Ossa, donde empezó a trabajar desde 1992.

La profesora Itzela Betancourt, ha dedicado más de tres décadas de su vida a la docencia en este plantel. Lo que admiro de ella es su entusiasmo, dinamismo y compromiso, pues a pesar de tener 67 años se mantiene activa siempre.

Ella es un ejemplo para todos y, para mí es la protagonista de un ciclo de inspiración que ha tocado a todos los que hemos tenido la suerte de conocerla. Esto lo digo porque, a pesar de algunos quebrantos de salud, siempre está dispuesta a trabajar con nosotros, nos da muy buenos consejos y nos motiva para que estudiemos, participemos en el círculo de lectura, apreciemos y valoremos el idioma y nos exhorta a participar en concursos de poesía y de oratoria, entre otros.

Creo que el día que la profesora finalmente se acoja a su merecido retiro, nuestro colegio perderá a una gran profesional, una gran mujer y a un gran ser humano; y nosotros, los estudiantes, a una gran amiga.

La Profa, como cariñosamente le llamo, es sin duda una mujer que deja huellas en todos, como lo hizo en mí.

Mónica hablaba sobre su infancia, la familia, la comida, las personas… Contaba que la relación con sus padres fue un proceso que requirió mucho entendimiento de parte de ella. Ahora siendo madre reconoce que estar a cargo de una familia no es un trabajo fácil. 

A sus diecisiete años sus padres se separaron. Esto le causó un dolor profundo que no pudo acabar de asimilar porque se enfocó instintivamente en cuidar de sus hermanos menores. Su madre salió de un día para otro de su vida.

Recuerda los llantos de sus hermanitos y cómo su corazón se afligía al escucharlos, sin saber qué hacer, qué decir. Entendió que lo mejor era acompañarlos. Tuvo que lidiar con sentimientos que solo pudo identificar con los años, en busca de su libertad.

Un mal poco conocido

Mónica Niño estudió arquitectura en la Universidad de La Salle en Bogotá. En 1998 se casó, tres años después llegó su segundo hijo. Parecía que algo no andaba bien al nacer la criatura, pero creía que la medicina podía resolverlo. Al año los malestares empeoraron. 

En su país, Colombia, los motivaron a buscar ayuda fuera de sus fronteras porque allí no existían los medios para tratar una enfermedad que nadie se atrevía a diagnosticar. Salieron en busca de tratamiento a un hospital en Houston (Estados Unidos).

Les dijeron que Sebastián tenía una enfermedad sin cura: síndrome de mielodisplasia asociada a monosomía 7. Esta situación despertó en Mónica una fuerza que no sabía que tenía. Empezó a ver a su hijo sano en su mente y corazón, antes de verlo con sus ojos. 

Dos años duró el tormento del monstruo de la muerte hasta que el pequeño se recuperó. Ni los médicos supieron explicarlo.

Un nuevo país

En 2016 Mónica se mudó a Panamá, llena de ilusiones al comenzar otra etapa con su esposo. Para ese tiempo ya tenían tres hijos. 

Estaba emocionada en un país que la abrazaba con palmeras, sol radiante y dos mares. Al poco tiempo, un nuevo dolor llegó a su corazón: su madre fue diagnosticada con cáncer de mama, después de haberse recuperado de cáncer de tiroides. 

Viajó a Bogotá, donde le preguntó al médico el porqué de esa enfermedad. “Hábitos alimenticios”, respondió él. 

Ella había empezado a investigar, porque batallaba con un desorden hormonal. Acudió a seminarios con galenos que además de intentar mitigar síntomas, trataban de descubrir la raíz de las enfermedades.

Una oportunidad para crecer

Ahí comprendió el poder de la buena alimentación, así como los efectos de los malos alimentos. Aunque desde los trece años a Mónica le apasionaba la cocina, no imaginó que las enfermedades podrían ser el impulso para levantar un negocio de comida sana. Así nació Monique Cuisine, el 4 de julio de 2022. 

Hoy Mónica inventa, produce y promueve una variedad de productos. Pasa sus días estudiando, cocinando y cuidando de su hogar, para tener los mejores ingredientes curativos, con vitaminas y antioxidantes. 

Mientras terminaba de contarme su historia, le pregunté: “¿Qué mensaje darías a los lectores de esta crónica? Ella respondió: “Estar pegada a la fuente, que es Dios, me ha hecho entender que todo lo que vivimos tiene un propósito. Problemas, enfermedades, dificultades y obstáculos son oportunidades para crecer, para sacar lo que hay dentro de ti, dar primero a los tuyos y luego a los demás”. ¡Asentí con mucho orgullo, pues aquella mujer es mi madre!

«Nadie puede construir un mundo mejor sin mejorar a las personas. Cada uno debe trabajar para su propia mejora». Esa reflexión pertenece a Marie Curie, una física y química oriunda de Polonia, nacida el 7 de noviembre de 1867. Su infancia transcurrió en Varsovia, en el seno de una familia de maestros, donde era la menor de cinco hermanos. Su padre, al igual que su abuelo, era profesor de Física y Matemáticas y su madre también se dedicaba a la docencia.

Desde niña, Marie mostró gran interés y capacidad para estudiar. En un lugar donde las mujeres tenían prohibido hacerlo, ella decidió romper todas las reglas e irse a formar en una escuela clandestina en la que cualquiera podía entrar, llamada la «Universidad Flotante». Sin embargo, se cansó de tener que esconderse para poder hacer lo que amaba: aprender. Unos rumores que escuchó de que había una universidad en Francia que aceptaba mujeres, la llevó a tomar la decisión de emprender un largo viaje, junto a su hermana, para entrar a La Sorbona.

Marie desde muy pequeña amó los metales y los magnetos, a tal punto que tendía a pasarse todo el día analizando estos junto a otros minerales. Lo que más le gustaba hacer con ellos era incinerarlos, para luego derretirlos y filtrarlos y entonces quedarse toda la noche despierta viéndolos brillar. Con estos juegos y su curiosidad descubrió dos elementos radioactivos a los cuales llamó Radio y Polonio, el último llamado así por su ciudad de origen. Gracias a estos descubrimientos se convirtió en la primera mujer en ganar el Premio Nobel; y no una sola vez.

Sin embargo, en ninguna de las dos ocasiones quiso ir a recibirlos. Como científica, fue nombrada directora del Instituto de Radio de París, en 1914. Además, gracias a ella se fundó el Instituto Curie.

Se casó con Pierre Curie, el cual estaba tan obsesionado con el trabajo de su esposa que dejó de lado el suyo, para ayudarla. Con él tuvo dos hijas: Irène Joliot-Curie y Ève Curie. El 19 de abril de 1906 su esposo tuvo un accidente cuando una carroza lo arrolló y terminó matándolo, lo que sumió a Marie en una profunda tristeza. A pesar de eso, ella no se detuvo y continuó haciendo lo que más quería: seguir investigando.

Lamentablemente, el 4 de julio de 1934 la científica falleció en Passy, Francia, debido a una anemia plástica, provocada por la alta exposición a los elementos radiactivos con los que trabajaba. Los restos de Marie Curie y su esposo descansan en el Panteón de París.

Toda su vida pudo dedicarse a los trabajos que más adoraba. Fue la primera profesora de la Universidad de París y la única en recibir el Nobel, tanto en Física como en Química, lo que nos deja bien claro que no se debe subestimar el poder de una mujer. Ahora es recordada con respeto y admiración por su valentía y por todos sus grandes descubrimientos científicos.​