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Mi bisabuela Sofía Barreras de Omais, de 76 años, es una colombiana maravillosa. Te podrías sentar con ella horas escuchando las magníficas e interesantes historias sobre su vida, de cómo vivía en su tierra natal o cómo era la época cuando era adolescente. Es un ser muy admirable, mi ejemplo a seguir.

A sus diecisiete años se casó en Barranquilla, Colombia, con mi bisabuelo Khaled Omais, conocido como Calixto. Poco después se mudaron al Líbano y fue un cambio difícil, ya que ella no sabía nada de árabe, el idioma de ese país.

Después de años juntos tuvieron siete hijos: cinco niñas (Shahrazed, Saidy, Oliva, Aishy y Sumaya) y dos varones (Abuzaid y Hussein). Mi bisabuela, aparte de ser una persona íntegra, es una excelente madre.

Con el paso del tiempo sus hijas e hijos se casaron. Hoy, la mayoría ha formado su propia familia. Un día mi bisabuelo enfermó y lastimosamente falleció. “Fue algo muy duro, una despedida muy fuerte”, dijo la bisabuela. La idea de que no iba a volver a ver al amor de su vida, simplemente le dolía.

La familia estuvo junta por ocho días, pero después, cuando todos se fueron, mi bisabuela se quedó con su hija menor, Sumaya, de trece años, viviendo en una casa llena de recuerdos de mi bisabuelo. Luego de la muerte de su amado, se convirtió en musulmana.

La escuela comenzó y Sumaya asistió a sus clases regulares, lo que significaba que mi bisabuela pasaba todo el día sin compañía. Y con el paso de los años Sumaya se casó y fue la última hija en irse del hogar.

Por ese tiempo, mi bisabuela tuvo un derrame que le afectó una de sus piernas y su yerno, o sea mi abuelo Fayze Omais, y la hija de mi bisabuela, mi abuela Saidy Omais, la llevaron a una clínica, con los mejores médicos. Se repuso de aquel trance y nunca se echó para atrás, siempre siguió adelante por ella y por sus hijos. Actualmente vive sola y a veces come donde sus hijas o ellas van a visitarla y cocina sus típicos y deliciosos almuerzos.

Siempre he querido que mi bisabuela venga aquí, a Panamá, para que aprenda de la cultura de mi hermoso país. Ella me mostró que no importa qué tan mal estén las circunstancias que nos rodean, hay que intentarlo; y que siempre en un lugar oscuro encontraré alguna luz que me guíe. También me enseñó que soy capaz de lograr mis metas e inspirarme al ver cómo ella luchó por su familia.

“Dun, dun, dun, dun, dun…”. Así comienza la canción «Cherry Bomb», de The Runaways. Las rápidas y continuas notas de las guitarras llamaron mi atención. Esta pieza musical de solo dos minutos de duración fue suficiente para cambiarme la vida. Tenía que saber quiénes eran los dioses que producían esos ritmos tan cautivantes. Y al buscar en Google, me sorprendí al saber que todas eran diosas. Y no solo eso, me enteré de que fueron la primera banda de rock y punk compuesta solo por mujeres, que alcanzó fama internacional en la década de 1970.

Tanto me gustaron sus canciones, que hasta había intentado cantar como Cherie Currie, pero claro, mi voz no alcanzaba la suya, con su estilo excéntrico y único. Me sorprendí aún más cuando escuché por primera vez su álbum titulado como el nombre de la agrupación. El rango de su voz era tan extenso que podía igualar los llantos agudos de las guitarras de Lita Ford y Joan Jett o el sonido profundo del bajo de Jackie Fox, las otras integrantes adolescentes de The Runaways.

Cuando terminó el tema agarré mi guitarra y, a pesar de que solo había estado tocando por unos tres meses y no era buena, decidí aprender, de a poco, «Cherry Bomb». Claro, al comienzo fue muy difícil; pero con mucho ensayo, al final pude tocar el verso y el coro. Ahora era tiempo para el desafío real: el solo de guitarra de Lita Ford que me erizaba la piel y explotaba en mis oídos. Era algo que no se me salía de la cabeza.

De noche y de día practicaba y practicaba hasta que, de repente, pude hacer la interpretación que me había acelerado el corazón meses atrás. Sentía que mi espíritu seguía el ritmo fuerte y resonante que producía la batería de Sandy West. Las vibraciones de las notas viajaban por las puntas de mis dedos hasta alcanzar mi alma. Finalmente lo había logrado.

Siempre me ha gustado la música, desde pequeña. Escuchaba artistas como Shakira, Jamiroquai, Guns and Roses y veía a mi papá oír temas clásicos de rock y tocar guitarra, que fue lo que me inspiró a aprender. Él también fue quien me enseñó mis primeras canciones y acordes.

Mi gusto ha cambiado mucho. Antes escuchaba música de forma casual, pero ahora es como una especie de religión. Con el pasar de los años he descubierto muchos géneros que me cautivan como la salsa, el jazz, el hiphop, el disco, el reguetón y el reggae, pero mis favoritos son el rock, el blues y el metal.

Algo que siempre me ha inspirado es observar videos de bandas que me gustan, como The Runaways, mientras tocaban en directo por medio mundo. Me impulsa a seguir ensayando, para tratar de llegar a ese nivel. También me dio el coraje para comenzar a tocar la guitarra en público, en vez de hacerlo sola en mi cuarto. Antes me daba demasiada pena tocar en frente de otros, incluso de mi familia, pero lo superé al ver que ellas lo hacían en escenarios ante miles de seres humanos que coreaban sus canciones. Ahora, con casi dos años de estar tocando, espero comenzar una banda de rock con mis amigos.

A decir verdad, antes de saber sobre las Runaways, a veces me sentía desilusionada. Cuando veía las listas de los mejores 100 guitarristas en la historia, no había más de tres mujeres. Pensaba que no tenía oportunidad ni lugar en el mundo para ser una de las mejores con ese instrumento de cuerda. Pero eso cambió cuando las descubrí.

Luego me enteré de que a muchas de mis amigas también les gustaba su música y las admiraban, especialmente a Joan Jett. Mi punto de vista cambió. Ya no me sentía sola ni que la música fuera una carrera inalcanzable. The Runaways, al haber superado las dificultades del machismo por ser una banda de mujeres jóvenes en los años 70, ayudaron a inspirar a varias generaciones de artistas, incluso cinco décadas después. Si ellas pudieron hacerlo, yo también.

Nunca olvidaré el momento en que escuché aquella canción por primera vez. Espero algún día ser como ellas, para influenciar a otras chicas con el sueño de ser artistas, así como ellas me inspiraron a mí.

En la ciudad de Las Tablas, provincia de Los Santos, el 12 de enero de 1974 nació Kathania Saavedra Morales, mi madre. Cuando ella tenía ocho años, su mamá se fue a la comunidad de Tonosí para trabajar en el restaurante Flor del Valle. La niña se quedó con su abuela Rosaura, llamada de cariño Chalo, una señora jocosa a quien le gustaba jugar mucho a la lotería y solo sabía escribir su nombre. 

Mi madre amaba pasear por el campo y subirse a los árboles detrás de su casa. Su abuela, además de ser una mujer con mucha experiencia, fue muy inteligente y siempre le decía que la educación era lo más importante que podía tener. Mi mamá le puso atención especial a esas palabras y salía muy bien en sus calificaciones en la escuela. Cuando estaba en primaria compitió en un concurso de oratoria, en el que participaron estudiantes de nivel secundario, y quedó dentro de los tres primeros lugares. 

Mamá tenía diecisiete años cuando se graduó del colegio. Un año después participó como dama de una de las tunas del carnaval más grande y reconocido que hay en todo Panamá.  Ese mismo año también fue escogida como reina del Festival Nacional de la Mejorana de Guararé, fiesta tradicional típica de las más relevantes de nuestro istmo. Luego de estas experiencias viajó a la ciudad capital para estudiar su licenciatura en Derecho y Ciencias Políticas, en ese lapso fue cuando conoció a mi papá (Jorge Villarreal) a través de una de sus mejores amigas, Darixa Rodríguez.

Al cabo de unos años se casaron, fueron a vivir a Suiza por espacio de cuatro años. Luego regresaron a Panamá y tuvieron a su primer hijo, Diego, en 2007. A partir de allí mi mamá se ha dedicado totalmente a cuidar de su familia. Ese mismo año que nació mi hermano fueron trasladados a Guatemala y allí vivieron por poco tiempo. Después retornaron al Istmo y tuvieron a su segundo hijo (yo, Nicolás). Luego nos trasladamos a la India y vivimos en Nueva Delhi. Disfrutamos muchísimo de este increíble sitio.

Los primeros meses en la India, un país con diferente idioma y cultura comparado con Centroamérica, sentí temor de estar solo, por lo que mi mamá tenía que acompañarme a mi salón de clases y quedarse en la escuela hasta que yo saliera, pero cuando me fui adaptando a la nueva situación todo se solucionó y ella ya no tenía que preocuparse por mí. 

Allá en la India mi progenitora ayudaba junto con un grupo de amigas a niñas huérfanas dándoles comida y ropa. También hacían melas (ferias) y el fondo que se recogía era para los chicos más desfavorecidos. Mi mamá también tuvo la oportunidad de regalarle zapatos, ropa, tableros y útiles escolares a pequeños que por su precaria realidad recibían clases debajo de un puente. 

Después de unos meses en la India mis padres recibieron la buena noticia de que iban a tener un nuevo bebé. Faltando dos meses para que naciera, mi mamá se trasladó a Panamá para dar a luz en su tierra y recibió una agradable sorpresa: sería una niña. Mi mamá permaneció en su tierra hasta un mes después que nació mi hermana Camila. 

Papá estaba en la India porque trabaja para la empresa Nestlé. Allá mi mamá jugaba mucho con nosotros, siempre nos llevaba al parque a montar bicicleta y scooter eléctrico. Ella trataba de pasar mucho tiempo a nuestro lado y disfrutaba compartir todas nuestras etapas de crecimiento. 

Después de cuatro años en la India volvimos a Panamá, donde mi mamá se ha dedicado a orientarnos para que estudiemos mucho, ya que la educación es una de las claves del éxito en nuestro futuro, como le decía Chalo; además nos enseña buenas costumbres, a servir al prójimo, a cuidar el mundo en el que vivimos, a valorar la vida y a luchar por lo que queremos, como han hecho desde siempre mis padres. 

Era un sábado muy lluvioso al mediodía y en casa estaba mi mamá. Ella cocinaba un sancocho, contenta con el olor del pollo friéndose con el ajo y el orégano, me acerqué para ver cómo se doraba.

Mientras se preparaba el sancocho, me dejó hacer el arroz. Primero lo lavé y luego lo puse en la olla con un poco de agua, sal y aceite. Me dijo que debía estar pendiente de cuando comenzara a secar, para poner la llama muy baja y taparlo.

Luego cortamos el ñame para meterlo al sancocho y darle unos 10 minutos más de cocción.

Mi mamá se llama María Cristina, me cuenta que creció visitando a sus abuelos todos los domingos en Gualaca, en la provincia de Chiriquí, donde toda la familia se reunía y las mujeres cocinaban en el fogón de leña bajo la dirección de la abuela Aura, mientras los hombres estaban en la finca trabajando.

Como ella era la más pequeña, solo tenía labores sencillas como ir a recoger el culantro y los ajíes. Y no fue hasta después de casada, viviendo lejos de Panamá, que le agarró el gusto a la cocina y empezó a recrear esos platos que de niña probaba.

Veo a mi mamá preparar sus platillos llena de felicidad, me da mucha alegría y me sorprende cómo con condimentos y vegetales tan básicos, hace una comida tan rica y saludable.

Todo le queda exquisito. Cada vez que sale de la cocina con un manjar, mi familia y yo le decimos un merecido elogio: “Esta es la mejor comida que he probado en mi vida”. Y es verdad, porque cuando saca un platillo, es un millón de veces mejor que la última vez que nos ofreció sabrosos alimentos. Por eso mi mamá me inspira para aprender su arte, mis recuerdos más felices siempre me llevan a su cocina.

Con mi mamá puedo probar combinaciones para hacer galletas o pasteles, también elaboramos pasta casera o pan; creo que ayudarla en la cocina es lo más divertido de estar en casa.

Volviendo al sancocho, es mi comida favorita y le queda riquísimo; será por eso que mi mamá siempre me lo prepara, aunque creo que realmente ya estoy preparada para hacerlo yo sola.

Ya pasaron los últimos 10 minutos y el sancocho está listo. Comeré pronto, así que estoy muy contenta. Instantes antes probé el ñame y estaba suavecito, fue cuando mi mamá me dijo: “El sancocho está listo”. Buscamos los platos hondos y otros para el arroz, ella comenzó a servir la sopa mientras yo arreglaba la mesa y sacaba los cubiertos. Esta es la mejor parte de la jornada, el momento en que mis hermanas, mis padres y yo nos juntamos en el comedor para hablar de nuestro día y sobre nuestros proyectos, como hacer, pronto, un fogón de leña.

Un día me acerqué a mi abuela Lydia Maduro y le pregunté: «¿Cuál fue tu historia con Noriega?». Entonces ella empezó a contar: «Los panameños estábamos viviendo bajo un régimen dictatorial, eso quiere decir que no había elecciones libres. Los militares al mando. Había un dictador llamado Manuel Antonio Noriega que, al quitarnos nuestros derechos, hacía muchas cosas para que los panameños no tuviéramos oportunidades de elegir a nuestros gobernantes».

Noriega, prosiguió mi abuela luego de suspirar, entre sus acciones más feas mandó a matar a un médico, Hugo Spadafora, y le echó la culpa a alguien más. Después un coronel, Roberto Díaz Herrera, admitió en un canal de televisión que sí habían sido miembros de las Fuerzas de Defensa de Panamá, o sea los soldados, quienes habían asesinado a dicho galeno.

“Entonces el país se levantó indignado y empezó nuestra lucha por la libertad. Nosotros nos despertábamos, íbamos a trabajar y al medio día todo mundo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo. Andábamos vestidos de blanco y nos parábamos en la Calle 50 de la ciudad capital con pañuelitos blancos, como símbolo de la paz, a pedir que nuestros derechos se validaran, a pedir por la libertad, por los derechos humanos y que nos respetaran como ciudadanos. Y por eso nos golpeaban y nos perseguían», recuerda mi abuela.

En una ocasión, estando en el Hotel Marriott, luego de una marcha de la Cruzada Civilista (movimiento nacional a favor de la democracia), los militares llegaron en un camión grande y dispararon agua con añil en vez de balas y enseguida gases lacrimógenos. «Estaba viendo cómo golpeaban a una señora y entonces les gritaba: ‘¡Salvajes!’. De repente, todos los manifestantes dentro del hotel corrieron por las escaleras y se metieron en las habitaciones que encontraban abiertas; cuando volteé para empezar a huir, un hombre me puso una pistola en la frente y me dijo: ‘Tú vienes conmigo’. Me agarró la mano y me metió en un carro de la Policía junto a otras personas, nos llevaron a la Cárcel Modelo, que hoy en día ya no existe», detalla.

Mi abuela expresa que la metieron en una celda oscura, sin nada más que el piso frío. Había una muchacha presa, era la única que estaba en aquel lugar y tenía un tapete donde dormía, que compartió con las nuevas visitantes. «Allí pasé la noche, con otras tres mujeres que también metieron en la cárcel ese día y al día siguiente nos sacaron porque nuestros familiares tuvieron que pagar para poder salir”.

En otra ocasión, rememora mi abuela, los militares se la querían llevar cuando vinieron a la casa en la mitad de la noche a buscar al abuelo Waggy, quien tuvo que tirarse por la pared de atrás de la vivienda colindante con la Embajada de Uruguay. «Como todos teníamos los teléfonos de cada uno y ya sabíamos que era muy posible que fueran a buscar al abuelito o alguno de los otros vecinos durante la noche
—porque eso es lo que solían hacer para meternos presos—, entonces yo llamé a mi vecina y ella a otra… y así todos fueron haciendo lo mismo. Entonces, los residentes salieron en pijama a las dos o tres de la madrugada y no me llevaron gracias a la presión de todos ellos. Me querían agarrar porque tenían rabia de que no habían encontrado al abuelito», comenta.

Después de ese incidente, el abuelito Waggy decidió que, para la seguridad de toda la familia, lo mejor era irse a Estados Unidos. Los estadounidenses lo sacaron por avión desde la antigua base de Albrook, mi abuela tuvo que regresar a su hogar a vender lo que podía y salir de Panamá por unos meses. «Me tenían chequeada y todo lo que decía por teléfono lo escuchaban». Al final, mi abuela también abandonó el país debido al régimen de Noriega.

Aquel martes 4 de junio del 2019 mis hermanos y yo nos despertamos a las 6:00 a. m. para tener tiempo suficiente de alistarnos y salir, pues somos una familia grande. Entré al baño para ducharme por unos quince minutos y cuando terminé de arreglarme ayudé a mi mamá a preparar los regalos para mis primos más pequeños.

Cada año los musulmanes celebramos el Eid al-Adha, es como Navidad, pero celebrada a nuestra manera. Ese día, en la noche, vestimos muy elegante y pasamos tiempo con la familia; antes, en la mañana, vamos al Club Árabe situado en la provincia de Colón, para rezar y desayunar nuestra comida tradicional hecha por la mayoría de las mujeres.

Salimos de casa a las 7:00 a. m. Como teníamos prisa no alcanzamos a tomarnos la clásica foto familiar. Tanto mis padres, Ajwad y Nisrine; mi hermano mayor, Nabil; mis hermanos menores, Mohammad y Lia; y por supuesto yo, Dana, estábamos un poco soñolientos, ya que levantarnos temprano no es algo que nos guste hacer.

Llegar al Club Árabe solo tomó cinco minutos, ya que vivíamos cerca. Al entrar sostuve la mano de mi papá, había muchas personas en la entrada y se saludaban entre sí; todos se conocían, ya que en la cultura árabe siempre hemos sido unidos. Tras los saludos, subimos al segundo piso, había tanta gente que estaba segura de que, si soltaba la mano de mi padre, me perdería y no me encontrarían jamás; según mis cálculos había aproximadamente entre trescientas y cuatrocientas personas.

Mi papá y mis hermanos fueron a rezar con el resto de los hombres quienes formaron una especie de círculo entre ellos. Las mujeres estaban detrás. Me senté al lado de mi madre, fue entonces cuando el Shaikh, quien es la persona que guía el rezo, indicó que ya íbamos a empezar. Cuando terminamos, mis primas y yo corrimos a las mesas repletas de comida, nos servirnos y después comimos.

Algunas personas se fueron luego de desayunar para hacer las visitas familiares. Nosotros, como de costumbre, vamos primero a la casa de mi abuela paterna, quien siempre nos recibe con besos, abrazos y una bandeja repleta de chocolates.  Recuerdo que de niños mi madre decía que solo podíamos agarrar dos, porque después en la noche nos daba un ataque de hiperactividad y no dejábamos dormir a nadie, ni a los vecinos; pero entre mis hermanos y primos contrabandeábamos gomitas, chocolates y otras golosinas.

Después de ir a donde mi abuela, visitamos al resto de la familia: a los hermanos de mi papá, que en total son seis; a sus tíos, que son doce; a sus primos, que perdí la cuenta de cuántos son; y a sus abuelos. Somos una familia grande de parte de mi papá, y mi familia materna vive lejos, en Líbano, pero todos los años en las vacaciones viajamos a visitarlos.

El Eid es uno de los eventos que más amo de mi cultura, porque veo a todos mis seres queridos, compartimos, reímos y, lo más importante de todo, es que me dan demasiados regalos. ¡Ja, ja, ja! Mentira. Aunque eso también importa, lo más valioso es que paso tiempo con las personas que más quiero, que me cuidan y con las que siempre estaré agradecida por todo el amor que me han dado. 

Era 8 de abril del 2007. Mis padres, María y Andrés, estuvieron ansiosos durante las cinco horas del vuelo. Mi mamá, con apenas veintiséis años, estaba nerviosa porque era su primer viaje largo embarazada de mí. Partieron desde Holanda y tan pronto salieron del aeropuerto sintieron la frescura de las madrugadas de Egipto. 

La cara de mi mamá se ilumina al contarme sobre su viaje inolvidable. Ella dice que siempre recordará lo increíble que fue ver las pirámides e imaginar cómo debieron ser hace miles de años, recién construidas. 

Los primeros cuatro días, mis padres estuvieron en El Cairo. 

 —Nos teníamos que levantar a las 4:00 a. m. para estar en las pirámides a las 5:00 a. m. y comenzar el recorrido por las pirámides —recuerda mi madre—. Al mediodía ya teníamos que regresar, por lo caluroso que es Egipto.

Aunque mi mamá no entró a los monumentos funerarios porque es claustrofóbica, dice que disfrutó mucho caminar afuera del complejo y ver los camellos alrededor.

 —Yo sí me metí a las pirámides, eran muy apretados los túneles y resultaba difícil respirar por el calor y el polvo —interviene mi padre—. Pero todo vale la pena para ver lo asombroso de su construcción y las paredes talladas con jeroglíficos.  

Mis padres coinciden en que su parte favorita del viaje fue el Museo de El Cairo, tan grande e impresionante que tuvieron que recorrerlo en dos días. Mi mamá afirma que su pieza favorita es la máscara de oro de Tutankamón, esta tiene una cobra y un buitre que representan el reino del faraón en el Alto y el Bajo Egipto. 

Un dato curioso que recuerdan mis padres es que un día los agarró una tormenta de arena dentro del taxi. Al parecer, esto es usual allá, por lo que los conductores se estacionan a un lado de la vía y los dependientes de las tiendas tratan de cerrar lo más rápido que pueden; aunque el fenómeno no demora mucho, todo queda cubierto por una fina capa de arena y la gente regresa a la normalidad.

El cuarto día, en la noche, tomaron el tren que los llevaría hacia la ciudad de Luxor. Del quinto al séptimo día fueron a los templos de Luxor y de Karnak, este último es el más grande en Egipto, con ochenta hectáreas e inmensas columnas; también visitaron el Valle de los Reyes. 

En la tarde del día siete hicieron una travesía por el río Nilo, el más largo del mundo. Se suponía que iban a ir en un bote falúa (velero pequeño), pero para evitar que mi mamá embarazada se intoxicara en medio del desierto, decidieron ir en un crucero. Recuerdan que pequeños botes se pegaban a los barcos de turistas para venderles mercancía, lanzaban los productos y desde arriba los compradores tiraban el dinero. 

La visita a una comunidad de beduinos (árabes nómadas del desierto) fue otra experiencia. Las casas no poseen techos por lo poco que llueve, la comida es riquísima e incluye hasta lagartos, comen en el piso y comparten sus tradiciones. Algo curioso es que no creen en los bancos y afirman que el oro no se devalúa como las monedas, por lo que compran joyas de oro que utilizan las mujeres, y cuando estas quieren dinero se quitan una prenda y la venden. ¡Aprendizaje de nuestros amigos beduinos!

En los últimos días del viaje fueron al Templo Mayor de Abu Simbel, subieron a Alejandría donde vieron la histórica biblioteca quemada hace siglos y finalmente volvieron a El Cairo. 

Casi quince años después mis padres me siguen hablando sobre su viaje a Egipto y rememoran qué tan increíble fue que yo los acompañara en la barriga de mi mamá durante esos doce días y por siete meses más. Actualmente están planeando repetir la experiencia, esta vez desde Panamá, en familia y con dos hermanas más, para crear más memorias.