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Greta Hidalgo nació en una familia de clase media baja; aunque sus padres ganaban poco, nunca le faltó nada. Desde pequeña siempre fue competitiva y ambiciosa, cualidades que la impulsaron a estudiar con ahínco para obtener las mejores calificaciones. Además, solía ayudar a su madre cuidando de sus hermanos. Desde siempre fue una mujer de armas tomar.

Cuando consiguió graduarse de enfermera fue contratada en el Hospital de David, donde participó en Operación Sonrisa, una organización médica internacional sin ánimo de lucro. Allí brindó el posoperatorio a pequeños con labio leporino y paladar hendido, lo que fue una experiencia gratificante para ella como profesional y como ser humano. Sin embargo, pudo apreciar que podía dar un poco más, así que reinició sus estudios, esta vez en la Facultad de Medicina.

Tuvo que hacer muchos sacrificios personales, porque ya estaba casada y tenía un bebé. Sus últimos tres años de estudios superiores fueron en la ciudad capital, así que cuando podía, viajaba para reunirse con su familia en David, en la provincia de Chiriquí.

A lo largo de su vida, Greta Hidalgo ha experimentado varios hechos insólitos y sobrenaturales, que a menudo suele narrar en reuniones familiares. En una ocasión, siendo estudiante de enfermería, tuvo que dar servicio en la comunidad Brisas del Río, en Volcán. Recuerda que estaba realizando una encuesta y observando datos junto a otras personas. Terminaron a medianoche y fueron a descansar, de repente escucharon las pisadas de muchos caballos y el sonido estridente de una carreta. Luego, el chasquido del portón abriéndose. La brisa soplaba con violencia y se oían los platos de la vajilla como si fuesen sacudidos y lanzados contra la pared en la habitación del piso inferior. Hubo una breve pausa, seguida del chof, chof, chof de pisadas de botas en la escalera, que parecían dirigirse a las habitaciones y acercarse a ellas. Sabía que eran botas, porque se oían como si tuvieran espuelas. Llamaron a gritos a las colegas de la habitación contigua y no hubo respuesta.

Al día siguiente Greta y la otra muchacha, aún aterradas, contaron lo ocurrido; pero las demás compañeras dijeron no haber escuchado nada. En la noche siguiente les ocurrió lo mismo a las incrédulas enfermeras, con la salvedad de que esta vez fue Greta quien jamás se enteró de nada. Luego de una semana de ese raro suceso, apareció el cuidador de la casa quien confesó que ahí había ocurrido una muerte violenta hacía muchos años atrás. Greta piensa que quizás después de eventos como esos queda algo de aquellas almas que no lograron alcanzar la paz.

En otra ocasión, trabajó en un hospital rural que quedaba cerca de un cerro, donde a veces oía aullar a los lobos. En ese tiempo escuchó una historia contada por un lugareño, que decía que muchos años atrás, durante la época del general Omar Torrijos Herrera (jefe de Estado de Panamá entre 1968 y 1981), un helicóptero aterrizó en el cerro dejando misteriosamente unos sacos de los que salieron una pareja de enormes lobos. Desde entonces se les escuchaba aullar y rondar por los alrededores.

Ella solo había escuchado aullidos en la distancia, hasta que una lluviosa madrugada, viajando hacia David, su vista adormecida logró reconocer a uno de esos furiosos animales en la carretera. El conductor del bus se detuvo. Era mucho más grande que un perro, con un pelaje color café, enormes patas y ojos amarillos; al sentirse observado lanzó un aullido y huyó entre la oscuridad del monte.

Greta es una mujer muy valiente y decidida, como doctora también tuvo que hacer frente a la pandemia del COVID-19. Al inicio, tanto sus colegas como ella tenían mucho temor porque había mucho desconocimiento de esa enfermedad y fue llamada para ser capacitada en la toma de hisopados. Resultó duro y estresante, pues muchos médicos murieron prestando ese servicio. La valerosa Greta estaba todos los días, a todas horas, sin descanso atendiendo llamados de los pacientes, incluso de madrugada, para coordinar la ambulancia que algún enfermo necesitara.

Una mañana de domingo, cuando el sol apenas daba sus buenos días, Greta se encontraba sola, organizando los expedientes de pacientes positivos, cuando de pronto vio la silueta de alguien en la puerta de la oficina; fue solícita a ver quién era, pero ya no estaba… Le preguntó a un antiguo médico quien le comentó que tiempo atrás ahí había muerto una señora.

Lo cierto es que en esa profesión se viven muchos eventos extraños, y en los pueblos hay historias que suceden para ser contadas.

Su nombre es Graciela Valdés Zamudio. Nació en Bocas del Toro el 23 de agosto de 1955. Tuvo una infancia maravillosa junto a sus padres y sus dos hermanos. Su papá era un pequeño comerciante de Changuinola.

Para un mayor aprendizaje académico, su familia la mandó a la provincia de Chiriquí, donde estudió su primer año en el Colegio Félix Olivares Contreras. Posteriormente se mudó a la provincia de Panamá junto a los suyos, ya que en aquel entonces su padre tuvo problemas económicos y decidió empezar desde cero en otra parte del país. Y fue ahí que inició su segundo año de secundaria, en La Chorrera.

Después se mudaron al centro de Panamá, al corregimiento de Río Abajo, y fue matriculada en un colegio cercano para cursar su tercer año. Por esos días su madre falleció, dejándola huérfana. Ese hecho la marcó, pues ella solía decirle: “Si yo algún día llegara a morirme, no creo que llegues a ser alguien en la vida, porque tu padre es demasiado dócil, muy complaciente”. Su mamá dudaba muchísimo de que Graciela llegase a prosperar.

El 28 de julio de 1975, durante el entierro, Graciela juró a su madre fallecida que iba a superarse y a estudiar con dedicación, hasta que se sintiera orgullosa. Aquella promesa marcó su existencia para siempre, y luego de terminar tercer año, la joven siguió tan empeñada en su propósito que muchas veces debió quedarse en distintas casas de familiares, ya que su padre se regresó a Bocas del Toro por cuestiones de trabajo.

La jovencita llegó al cuarto año con excelentes calificaciones. Se le veía ir y venir todos los días a pie, cansada, cargando libros pesados al hombro y con el mismo viejo y desteñido uniforme. Ella, con suma responsabilidad y conciencia del ahorro, lograba dividir la poca mesada que le daba su padre en lo indispensable. Cuando se graduó, tomó la decisión de continuar su formación en Chiriquí.

Graciela solicitó permiso a su padre para irse a superar a otro sector del Istmo; él la apoyó. Iniciar esta nueva etapa, sola en David, fue algo muy difícil. A estas alturas pensaba: “Extraño a mi mami, pero tengo que jugármela sola”. Se quedaba en un cuartito que compartía con una amiga de su madre y tenía que hacer magia para que la plata alcanzara hasta fin de mes.

Cuando se graduó del bachillerato, el padre fue orgulloso a su fiesta de graduación. Al día siguiente, tomó sus maletas, se despidió de su progenitor y decidió que su nuevo destino era la ciudad de Panamá. Se fue a vivir con la novia de su hermano y consiguió un puesto en el departamento administrativo de la panadería Santa Ana.

Tras matricularse en la Facultad de Contabilidad de la Universidad de Panamá, los primeros años de estudio fueron muy complicados. Sin embargo, la vida le presentó a una persona que se convirtió en su amiga incondicional.

Dos años más tarde, Graciela consiguió un apartamento y se fue a vivir con su amiga con quien pasó las verdes y las maduras, había días en que se quedaban hasta la medianoche estudiando. Combinaba sus responsabilidades como estudiante universitaria y su desempeño en una firma de abogados.

Pasó el tiempo hasta que se enamoró de quien fuera su único novio y padre de su futura hija Graciela. Siendo una profesional exitosa, creó su propia firma de contadores, y a la par, era la auditora de su empresa. Así estuvo por más de quince años.

En 1997, la aspiración de conseguir una casa se hizo realidad. Al año siguiente compró su primer carro. Llegó a concretar todos estos sueños en una etapa retadora porque terminó siendo una madre soltera.

Ya en 2004 la contadora se comió el mundo, este fue su mejor año en materia económica. Sin embargo, una tragedia le afectó a nivel emocional: la esposa de su hermano y su quinta hija recién nacida fallecieron. Graciela aceptó la tutela y se convirtió en el único amparo femenino de las cuatro niñas.

En 2007 se integró a otra empresa, a la que dedicó siete años de trabajo ininterrumpido hasta que se jubiló. Luego compró una casa en David para reunirse con sus nietas y su hija; en esta ciudad fundó dos empresas. Cuando le preguntan cómo ha sido posible llegar a beber de la copa del éxito, ella contesta: “A mi madre le agradezco todo lo que soy; escuchen los consejos de una madre, en sus palabras hay fe de vida, experiencia y sabiduría”.

Era la más pequeña entre sus nueve hermanos. Todos convivían en medio de la pobreza y en un hogar disfuncional. Carecía de un ambiente familiar que le llenara de amor, seguridad y esperanza. Soñaba con tener días mejores. Así creció mi madre, viendo cómo le arrebataba a la vida un poco de felicidad, con la firme convicción de que al final encontraría una luz que le guiara a forjar un destino prometedor.

Terminó su primaria con mucho esfuerzo, sin poder ingresar a la secundaria como el resto de sus compañeros; pues se le explicó que al no tener un padre responsable no había cómo sufragar sus gastos escolares. Parecía seguir la suerte de sus seis hermanas: convertirse en madre muy pronto, sin trabajo y con un futuro incierto.

Con una inmensa tristeza no podía comprender a su corta edad por qué tanta miseria y tantas limitaciones, al punto de no poder estudiar, si se suponía que la educación era el puente para transformar la vida de la gente. Transcurrieron dos años y no se presentaba la oportunidad de ingresar al colegio, pero su sueño no moría, buscaba la forma de convencer a su madre de matricularla; sin embargo, las razones de la negativa variaban cada vez más. “Las muchachas van al colegio a enamorarse”, dijo en una ocasión su mamá visiblemente molesta.

Una mañana, a inicios de un nuevo año lectivo, vio salir a su madre y, como siempre acostumbraba, le suplicó que la mandara a la escuela. No importaba si solo tenía una falda y una camisa para asistir al colegio. El plan de Dios era perfecto, él no la había olvidado. Siempre recordará ese día, lo cuenta con lágrimas en sus ojos: allí estaba su madre, con una bolsa transparente que le permitió observar, a los lejos, el regalo más grandioso que le hubiesen dado: una camisa celeste, una falda azul y un par de medias. ¡Sueño cumplido! Así inició a escalar sus primeros peldaños académicos.

Llegó su primer día de clases, estaba llena de expectativas, pero también de muchos temores. No temía a los esfuerzos, todos valían la pena: que le tocara lavar todos los días su único uniforme y terminar de secarlo muchas veces en su cuerpo o transcribir extensos textos en la biblioteca para pasarlos a limpio en su casa. Quería absorber cuanto conocimiento impartieran sus docentes por lo que se ganó el cariño y el respeto de sus maestros.

Pronto otra amenaza se presentó: su madre le aclaró que solo llegaría hasta tercer año, ya que no podía seguir pagando sus gastos. Nada la detendría, Dios la guiaba y ponía a su lado ángeles que le ayudaban. Así fue como su profesora de la materia de Historia, viendo su delicada situación económica, hizo una solicitud de beca a su favor, siendo seleccionada y asegurando así sus tres años restantes de secundaria. Ella lo define como su primer milagro. Su vida universitaria se logró gracias a otras becas recibidas, después conoció a mi padre, quien le ayudó a lograr el resto de sus sueños.

De sus doce hermanos, solo mi madre logró estudiar y darle un giro a su vida, poniendo la fe en primer lugar y a la educación como un agente de transformación. Ella es un ejemplo para toda su familia y sobre todo para mí, pues me inspira a luchar por mis metas, sin importar las barreras que deba enfrentar. Si estamos de la mano de Dios, seguro lograremos lo que nos proponemos, sólo debemos ser perseverantes y mantenernos sujetos a su voluntad, pues su tiempo es perfecto. Ella es la magistrada en Derecho y Ciencias Políticas Alicia Cepeda de Bonilla, mi madre y mi mayor inspiración.

Desde las viejas épocas, las mujeres se daban a conocer por la posición y conexiones en la sociedad de su marido; pero, el 23 de mayo de 1922 ―lanzando por primera vez su llanto de vida― Petra Guerra Acosta llegó al mundo para cambiar esa realidad. Una tarde donde el sol alumbraba y el último capullo del guayacán florecía vio nacer a la cuarta joyita de sus padres, Jesús Guerra y Rosa Acosta, de un total de diez hermanos.

Aquel tiempo, colmado de buenos recuerdos, la niña tuvo el privilegio de cursar hasta el segundo grado de primaria; hasta que la crueldad de la naturaleza le arrebató su lazo más cercano. Era de tarde cuando su hermana Digna fue embestida por la fuerza de un descomunal rayo. Por primera vez Petra sintió en sus huesos la crudeza del dolor.

Luego de tres estaciones, aquella niña dolida encontró su lugar entre las notas de la caja, el dulce acordeón y el canto de la mejorana, cuyos ritmos alegraban su corazón. Un día, bajo el cielo repleto de estrellas, en medio del escenario silvestre, Petra danzaba a la luz de los candiles, provocando los suspiros de no pocos pretendientes atraídos por su jovialidad y ritmo. El conquistador fue Víctor Sánchez, de noble corazón, que logró compartir sus ideales de vida y formar una familia junto a la mujer a quien luego regaló su gran pasión.

Tras el paso de los años, con sus 15 hijos (de los cuales vivieron 12), la familia, ya estructurada y establecida en el pueblo de Sabana Bonita, hizo el esfuerzo para mandar a sus hijos a estudiar y darles lo necesario. Sin embargo, la vida los golpearía por segunda vez. Al nacer uno de sus retoños, su esposo, o el Viejo, como ella lo nombraba, enfermó de asma, y la gravedad no le permitía colaborar en lo esencial; se agotaba rápido y sus pulmones no resistían la pérdida de energía por la falta de aire. Aunque eso no detuvo la entereza de Petra para sacar adelante a sus muchachos y apoyar a su marido.

Todos los días, antes de las cuatro de la mañana, mucho antes de que el gallo de su vecina cantara, tomaba una guaricha, la encendía e iba al cerco a buscar el ganado de leche para ordeñarlo; al volver a casa preparaba el desayuno. Pan caliente y café con leche fresca era el manjar ofrecido por una diosa. Luego de dar la bendición a sus hijos, salía a la faena del campo, que le permitía tener comida en la mesa para su familia. Sembraba y cosechaba frijoles, plátano, yuca y lo que la tierra pudiera ofrecerle.

Al regresar a la casa, ya con el refulgente atardecer, Petra se sentía como bañada de luz ante el deber cumplido; prendía el fuego y preparaba la cena enseñando a sus hijos a colaborar con tareas sencillas. Gracias a que en aquel entonces entre vecinos se trocaban todo tipo de productos —los turistas también participaban—, a las amas de casa se les hacía más fácil surtir la mesa con cierto decoro, más disponer de agua fresca, recién sacada del pozo.

También vivió los sustos de toda madre cuando sus hijos enfermaban. Ella los cuidaba con desvelo, preparándoles tónicos de hierbas, heredados de la sabiduría popular. Así pasaron quince años… Petra, con el sudor de su frente y la dignidad como único escudo, logró sacar adelante a su familia; para entonces, el Viejo ya había superado el asma.

Luego de cincuenta años de unión, en 1962, en la Iglesia de El Carmen, contrajo matrimonio con Víctor Sánchez, y sus retoños fueron oficialmente reconocidos. Otra etapa de su vida había culminado en paz: sus hijos, hombres y mujeres de bien, y su esposo sano.

Irónicamente, la vida gira una vez más cambiando su estado de felicidad, y en el año 1994 Víctor Sánchez abandona el mundo de los vivos, a causa de un derrame. Actualmente, con 6 hijos vivos, 15 nietos y 17 bisnietos, Petra Guerra Acosta reposa en la terraza de su casa, en compañía diaria de tres de sus hijas; en su cómoda bata de casa, recibe visitas regulares de la familia. Mientras saborea una taza de café, sonríe agradecida y consciente de que en 2022 cumplió cien años, o como ella dice, “un quintal”, con la mente suficientemente clara para recordar aquellos versos de mejorana, que, en su juventud, le alegraban el alma.

El 22 de octubre de 1979, en un cuarto repleto de gritos de dolor, lágrimas y llantos un bebé luchaba por salir, aunque fuese de forma prematura. La razón de este nacimiento antes de tiempo, era que la madre estaba sufriendo de una infección urinaria y tuvo que dar a luz, a pesar de que no estuviera desarrollado por completo.

Después de dieciocho arduas horas de parto, sintió por fin el aire de la habitación del hospital, y a la vez el frío de ser alejada del vientre materno. En cuanto nació fue llevada a una incubadora y pudo entonces sentir el calor artificial. A esta nena le pusieron el nombre de Aura Estela Quijano.

Su madre se quedó en el hospital y la niña pasó al cuidado de sus abuelos. La realidad era que su verdadero padre ni siquiera quiso que naciera, y su progenitora creía que era mejor que viviera con sus abuelos que con ella y su entonces pareja. Con ellos fue feliz, no tenía necesidades, recibía suficiente amor y comprensión.

Cuando Aura Estela tenía diez años, su madre quedó embarazada otra vez y luego una vez más; y fue entonces que decidió traer a su primera hija con ella. Las primeras noches resultaron muy difíciles, su costumbre era dormir con su abuela, pero ahora tendría que hacerlo sola en una habitación. En una ocasión fue a buscar a su madre para que se acostara con ella, pero solo recibió como respuesta una mirada fría y un sentimiento de rechazo. Así se dio cuenta de que nunca más alguien la acompañaría en sus sueños.

Tuvo que aprender a hacer todo por su cuenta: lavar su ropa, lustrar sus zapatos, planchar, organizar sus enseres, ayudar en la limpieza de la casa y hacer sus tareas. A veces cuidaba a sus hermanos y jugaba con ellos, aunque ellos tenían sus propias nanas. Con el tiempo logró acostumbrarse a esa soledad y luchó contra ella, sabía que si hablaba al respecto no le harían caso o no recibiría el consuelo deseado.

Llegó a graduarse del colegio. Entró a la Universidad de Panamá, donde asistió a la Facultad de Humanidades porque soñaba con ser profesora de Inglés. Ahora iniciaría una nueva vida, como una persona autosuficiente, alguien más fuerte y madura, que sabía qué decisiones tomar y por qué.

Mientras realizaba sus estudios superiores compartía apartamento con otros compañeros, gracias a sus padres tenía carro propio y un lugar donde descansar. Ellos garantizaban el recurso económico, eso era suficiente.

En su último año de carrera, además de mover a sus abuelos a una nueva casa para poder tenerlos cerca, conoció a quien sería su futuro esposo, Luis Carlos Pérez. También llevó a sus dos hermanos, que ya tenían 14 y 16 años.

Aura Estela se graduó. Luego de sortear muchas dificultades, consiguió su primer empleo en San Félix, al año pasó a Volcán, ambas comunidades ubicadas en la provincia de Chiriquí. Su deseo era trabajar en David. Algunos de sus compañeros la subestimaban y le decían que no sería capaz de lograrlo. Aun así, ella se esforzó, estudió noches enteras para ganar una beca y laborar en el colegio que deseaba.

Consiguió el anhelado, era profesora permanente y les enseñaría a sus estudiantes que tenían un gran futuro por delante. Todo avanzaba perfectamente: sus seres amados, su trabajo, sus alumnos, su casa… Se sentía muy completa. Pero, en el amor no hubo un “felices para siempre”, poco a poco su esposo se convirtió en un ser desconocido desde que ella tuvo siete meses de embarazo.

Él era indiferente, no pasaba tiempo en la casa, tampoco le importaba su futura hija ni la madre. Pasaba sus ratos de ocio en supuestas excursiones con otras profesoras y estudiantes del colegio en el que trabajaba; tenía aventuras con otras mujeres. Lo peor era que lastimaba a su esposa diciéndole todo lo que hacía.

Al octavo mes, la mujer dio a luz a su hija y pasó un día en coma. El doctor dijo a sus padres: “Solo un milagro podría salvarla”. Después de llantos y rezos, volvió a la vida.

Esto la hizo aún más fuerte de lo que ya era, con el corazón roto y hecho trizas por el hombre al que más amo, se divorció de él. Recuperó su libertad. Debía seguir adelante por lo que realmente era importante, su hija, sus abuelos y su trabajo. Ellos eran sus pilares. Así surgió de las cenizas del pasado y se convirtió en un nuevo ser.

¡Qué irónica es la vida!, ¿no? Pues cada decisión que tomemos nos marcará para bien o para mal.

El inicio es evidente, mas no lo que quiere el destino; y así fue, ella estaba ahí, siendo amada por sus seres queridos, sin saber que estaba a punto de comenzar el largo camino de la vida.

En casa pasa su tiempo tejiendo o cocinando, recuerda los bellos momentos del pasado: cada instante, cada pizca de felicidad, mientras toma su primer café del día aun vestida con su bata. Pero ¿qué tanto recuerda? ¿Cómo ha llegado al punto en el que está?

Vamos desde el principio. El 7 de mayo de 1939 nació Domitila Saldaña, en un área rural de Dolega, en la provincia de Chiriquí. Allí pasó su niñez trepándose a los árboles de mangos y naranjas, mientras saboreaba sus frutos en compañía de sus hermanos, a quienes amó y tuvo muy de cerca.

Aunque era de escasos recursos económicos, siempre estuvo interesada por la educación, sus metas formativas eran su prioridad. Esto la impulsó hasta elegir una profesión: quería dedicarse a enseñar hasta el día de su jubilación. Con los años, juntando esfuerzo y disciplina, cumplió su sueño de ser educadora. Laboró en muchos planteles y lugares, siempre con esa chispa de alegría, desempeñándose de forma brillante.

Después de un tiempo fue seleccionada para ocupar un nuevo puesto de trabajo en Puerto Armuelles, donde formó su nuevo hogar. No sospechaba que en aquella zona costera encontraría a su único amor.

Además de su profesión como educadora, Domitila se dedicó a las labores sociales. Su incondicional servicio la llevó por el camino del éxito profesional, no solo por su pasión desmedida, sino también por disfrutar cuando ayudaba a las personas con hambre de aprender. Y mientras gozaba de ese baño de luz que la acercaba jovial y solícita a la gente, supo que su vocación espiritual le haría un nuevo llamado.

Su devoción hizo gala de la belleza del alma de Domitila, pues si algo resalta de esta valiosa mujer es su compromiso con la religión; su amor y su entrega eran las credenciales con las que se ganó el respeto de todos.

A decir de sus compañeros: “Ella brinda un servicio sincero a la comunidad, lo mismo liderando a las mujeres de la Iglesia y recaudando fondos para ayudar a las familias más necesitadas”. Y aunque el tiempo es implacable y se adueña de la lozanía juvenil de todos, poniendo el cuerpo a merced de los achaques de la vejez, Domitila ha tenido que continuar su faena colaborativa de otra manera, pero sigue sin descanso.

Sus amistades, aquellas memorias, los recuerdos de toda su existencia hoy siguen presentes… Observa un hermoso Jesús crucificado que adorna la cabecera de su cama y dice nostálgica: “Cada uno carga su cruz, aceptando el propósito que la vida nos tiene reservado. Hoy puedo cerrar mis ojos tranquila y conforme, pues todo lo que hice, lo volvería a hacer de corazón”.

La vieja Domitila Saldaña tiene consciencia de que está a punto de terminar su tiempo prestado aquí en la Tierra, pero mientras bebe su café, una vecina le pregunta si puede ayudar a entender una tarea de la clase de Español de su muchacho…

Son las 4:45 de la madrugada en el cuarto número 2, una pequeña vivienda en una galera de trabajadores ngäbe en Tierras Altas. Una serie de casi 20 casuchas pegadas entre sí albergan a cientos de indígenas empleados de la finca La Esperanza. Las casas apenas se sostienen en una estructura básica de madera.

El techo de zinc, roto y oxidado cuela el frío y la humedad, y el único bombillo que ilumina el cuarto crea un ambiente lúgubre. Mientras su esposo duerme, Justina levanta a Benicio, el mayor de sus hijos. A sus 21 años, Justina está a cargo de tres niños: Benicio, de 8 años; Manuel, de 7; y Gabriel, de 6. Ella, a sus trece años, fue madre.

Justina amaba ir a la escuela. Cuando aprendió a leer, se sintió la persona más importante del mundo. Sueña.

Un día de mayo de 2012, su joven madre le dio la noticia: se la iban a llevar lejos. Se la entregarían al primo de un vecino, que trabajaba “Allá arriba, donde cosechan café y hay plata”. Fue vendida. Era necesario, siendo ella la mayor de 5 hermanos. Lloró y suplicó a su padre. Fue en vano: solo se ganó una paliza. A los pocos meses de ser entregada, ya estaba embarazada de su primer hijo. Pero Justina tenía la motivación para dar lo mejor de sí a pesar de todo lo que tenía en su contra: un embarazo y la responsabilidad como esposa de alguien que doblaba su edad.

Con el tiempo, convenció a su esposo de que la dejara ir a la escuela. Con casi un hijo nuevo por año, a Justina le costaba perseguir su sueño, incluso teniendo que repetir un año de clases. Pero se esforzó tanto que, pasados varios años, se graduó de 12.° grado con unas calificaciones arriba del promedio.

Son las 6 de la mañana. El pequeño cuarto huele a crema de maíz, a arroz y a sardina. Justina se prepara para llevar a sus hijos a la escuela. Todos saben leer desde los 5 años. Son buenos estudiantes. Sale del cuarto con sus niños. Caminan por un sendero de tierra oscuro y vacío hasta la vía principal, donde los despide. Los chicos seguirán solos unos veinte minutos más hasta la Escuela Las Nubes. El frío de la madrugada la obliga a llevar puesto un viejo saco, un pantalón de trabajo ―no usa la tradicional nagua― y unas botas de hule.

Vuelve a la finca a trabajar sin parar hasta las cuatro de la tarde. Es temporada de cosecha de cebolla. El cansancio la agobia y el intenso sol la hace sudar, mas Justina debe terminar su jornada. Es un trabajo duro, pero ayuda a mantener a su familia, debido a que el salario de su esposo es demasiado bajo.

Al salir de la finca va a la tienda más cercana. Olvidó comprar la tarjeta de datos móviles para poder entrar a la clase de esta noche: Justina está cursando su primer año de universidad, estudia Educación. Sueña.