Una explosión de emociones invade mi cuerpo a minutos de iniciar el histórico desfile del 10 de noviembre, en La Villa de los Santos. Las calles se inundan de personas, se vive un ambiente patriótico bajo el ardiente sol que los mayores llaman “de lluvia” y que seca la ropa en minutos.
Con esa misma alegría, entro en la formación de la fila, lista para iniciar, pero el caos es mayor y atrasa nuestra salida. Pasan los minutos y aún no hemos podido avanzar; el desfile está en pausa, la lluvia se aproxima cada vez más y al mismo tiempo un hambre invade mi cuerpo, miro a mi alrededor y me puedo percatar que no soy la única con esta sensación.
Nuestro director se da cuenta de la angustiante situación colectiva y se dispone a llevarnos a un puesto de chorizos asados. Como fieras hambrientas atacamos el lugar de los asados, sacaban de la parrilla un chorizo tras otro, tratando de calmar nuestro apetito; en ocasiones, los chorizos quedaban crudos, a mí correspondió uno de esos, pero no importaba ya que con apetencia todo sabe delicioso. Con esos dos chorizos asados en mi estómago tuve las fuerzas para volver a la formación, ya nos habían asignado un lugar y con los redobles del tambor inició la tan anhelada presentación.
Las personas nos aplaudieron y gritaron con alegría: “¡Qué viva el Instituto Nacional!”. Las lágrimas salieron de mis ojos, me sentía orgullosa; de los tambores, las trompetas, liras y demás instrumentos brotaban las notas musicales llenas de patriotismo. Al escuchar la canción “Patria”, de Rubén Blades, pasaron las batuteras y nuestros cuerpos bailaron al son de las tonadas; el público gozaba y movía sus cuerpos con nuestra presentación.
En un punto del desfile, bombas de humo tricolor invadieron las calles, el cielo se tornó de azul, blanco y rojo mientras tocábamos “Colonia americana… ¡No!”. Se respiraba alegría y amor por la patria, pero como todo en este mundo, el desfile acabó.
Terminamos cansados, pero felices y llenos de orgullo. Los encargados de la delegación nos anunciaron que retornaríamos a la ciudad de Panamá. En el preciso momento de terminar sentí necesidad de ir a un baño en una pequeña tienda, pero ¡vaya sorpresa! Cuando salí, el autobús me había dejado, toda la felicidad que sentí hacía un momento se había convertido en preocupación y desesperación.
¿¡Qué iba a hacer sola en La Villa de los Santos, si mi reloj marcaba las 7:00 p. m., con 25 centavos en el bolsillo y con el celular descargado!? Sin pensarlo mucho, le pregunté a una señora: ¿Usted vio el bus que estaba ahí? y me respondió: “Sí, se fue hace como dos minutos”. Saqué fuerzas, corrí tan rápido como pude, me metí entre la gran cantidad de carros, salté cubetas y esquivé huecos solo para encontrar el vehículo.
Por suerte, pude encontrarlo antes que acelerara la marcha, toqué la puerta con desesperación. Abordo todos me recibieron con rostro de intranquilidad y asombro. Ya cuando me bajó la adrenalina pude sentir el cansancio en mis pies, aunque sentía felicidad de haber llegado a salvo… Así culminó aquella experiencia allá en La Villa de Los Santos.