Viaje Inolvidable a Egipto
Era 8 de abril del 2007. Mis padres, María y Andrés, estuvieron ansiosos durante las cinco horas del vuelo. Mi mamá, con apenas veintiséis años, estaba nerviosa porque era su primer viaje largo embarazada de mí. Partieron desde Holanda y tan pronto salieron del aeropuerto sintieron la frescura de las madrugadas de Egipto.
La cara de mi mamá se ilumina al contarme sobre su viaje inolvidable. Ella dice que siempre recordará lo increíble que fue ver las pirámides e imaginar cómo debieron ser hace miles de años, recién construidas.
Los primeros cuatro días, mis padres estuvieron en El Cairo.
—Nos teníamos que levantar a las 4:00 a. m. para estar en las pirámides a las 5:00 a. m. y comenzar el recorrido por las pirámides —recuerda mi madre—. Al mediodía ya teníamos que regresar, por lo caluroso que es Egipto.
Aunque mi mamá no entró a los monumentos funerarios porque es claustrofóbica, dice que disfrutó mucho caminar afuera del complejo y ver los camellos alrededor.
—Yo sí me metí a las pirámides, eran muy apretados los túneles y resultaba difícil respirar por el calor y el polvo —interviene mi padre—. Pero todo vale la pena para ver lo asombroso de su construcción y las paredes talladas con jeroglíficos.
Mis padres coinciden en que su parte favorita del viaje fue el Museo de El Cairo, tan grande e impresionante que tuvieron que recorrerlo en dos días. Mi mamá afirma que su pieza favorita es la máscara de oro de Tutankamón, esta tiene una cobra y un buitre que representan el reino del faraón en el Alto y el Bajo Egipto.
Un dato curioso que recuerdan mis padres es que un día los agarró una tormenta de arena dentro del taxi. Al parecer, esto es usual allá, por lo que los conductores se estacionan a un lado de la vía y los dependientes de las tiendas tratan de cerrar lo más rápido que pueden; aunque el fenómeno no demora mucho, todo queda cubierto por una fina capa de arena y la gente regresa a la normalidad.
El cuarto día, en la noche, tomaron el tren que los llevaría hacia la ciudad de Luxor. Del quinto al séptimo día fueron a los templos de Luxor y de Karnak, este último es el más grande en Egipto, con ochenta hectáreas e inmensas columnas; también visitaron el Valle de los Reyes.
En la tarde del día siete hicieron una travesía por el río Nilo, el más largo del mundo. Se suponía que iban a ir en un bote falúa (velero pequeño), pero para evitar que mi mamá embarazada se intoxicara en medio del desierto, decidieron ir en un crucero. Recuerdan que pequeños botes se pegaban a los barcos de turistas para venderles mercancía, lanzaban los productos y desde arriba los compradores tiraban el dinero.
La visita a una comunidad de beduinos (árabes nómadas del desierto) fue otra experiencia. Las casas no poseen techos por lo poco que llueve, la comida es riquísima e incluye hasta lagartos, comen en el piso y comparten sus tradiciones. Algo curioso es que no creen en los bancos y afirman que el oro no se devalúa como las monedas, por lo que compran joyas de oro que utilizan las mujeres, y cuando estas quieren dinero se quitan una prenda y la venden. ¡Aprendizaje de nuestros amigos beduinos!
En los últimos días del viaje fueron al Templo Mayor de Abu Simbel, subieron a Alejandría donde vieron la histórica biblioteca quemada hace siglos y finalmente volvieron a El Cairo.
Casi quince años después mis padres me siguen hablando sobre su viaje a Egipto y rememoran qué tan increíble fue que yo los acompañara en la barriga de mi mamá durante esos doce días y por siete meses más. Actualmente están planeando repetir la experiencia, esta vez desde Panamá, en familia y con dos hermanas más, para crear más memorias.