Una noche eterna para El Chorrillo
La noche que Estados Unidos invadió Panamá, mi abuela había recogido a mi mamá, que en ese momento tenía dos años, con mucha ilusión porque llevaba consigo las cosas para celebrar la Navidad.
Por esos años vivían en la calle 26 de El Chorrillo, en un apartamento con un balcón desde el que se veía a las personas caminar de arriba abajo todo el tiempo, como si el día no se acabara nunca.
Llegó a casa, bañó a mi mamá, revisó las compras y fregó. Mi abuela no se dio cuenta cuando quedó dormida en el sillón. Parecía un día cualquiera, hasta que sonó el ¡buuum!
Mi abuela entró en pánico por el estruendo, corrió al balcón y al ver que la calma del barrio más popular de la ciudad se convirtió en llamas, entendió que su único refugio sería la Parroquia Nuestra Señora de Fátima. Metió ropa en fundas de almohadas y agarró a mi mamá en brazos. Todo el mundo corría desesperadamente y ella no entendía por qué hasta que un guardia le dio la noticia de que Estados Unidos estaba invadiendo.
Fue ahí cuando lo entendió: a su casa jamás regresaría. Su barrio cambió para siempre.
Mi abuela caminó rápido, lo más rápido que pudo apenas vio que atrás los soldados estadounidenses causaban terror. En el refugio, las personas lloraban por la destrucción, se quedaron sin casa y no sabían nada de sus seres queridos.
Del albergue pasaron a Balboa, y dos meses después a los hangares de Albrook, donde permanecieron dos años y medio, hasta que logró mudarse a Tocumen, sitio en el que vivió con mi mamá hasta 2019.
Esta es una herida abierta para muchos chorrilleros, como mi abuela, y lo más triste es que no ha habido ningún tipo de reparación ni memoria para las víctimas y el país por las pérdidas humanas y daños físicos.
Aunque la gente de El Chorrillo ha sabido salir adelante y surgir de las cenizas, la Invasión fue un hecho traumático que dejó huellas. Ojalá que siempre se recuerde y nunca más se repita.