No teníamos rumbo fijo cuando vimos un cartel colorido con letras grandes que decía Boquete. Pedí a Theo detenerse un momento porque Laura quería que nos tomáramos fotos ahí, y a mí me gustaba la idea. Apenas bajamos del carro sentimos una brisa lo suficientemente fresca para que a Laura y a mí se nos erizara la piel; me fijé en el celular y estábamos a 19 °C.
Logré ver el reloj sobre la radio del coche, eran las 3:30 p. m. Desde el puesto del copiloto, Adam preguntaba con simpatía a un transeúnte qué actividades se podían hacer en el lugar. El señor respondió que teníamos suerte, ya que esa semana se celebraba la Feria de las Flores y del Café, evento que sucede una vez al año.
“Espero que lleguen antes de que se agoten los boletos, porque este año son limitados debido al covid-19. La feria es hermosísima, hay un desfile protagonizado por cientos de campesinos que durante todo el año cultivan flores en sus fincas y con ellas construyen enormes y coloridas silletas”, dijo el lugareño.
Entusiasmados por la descripción, seguimos las indicaciones para llegar a la celebración. En la taquilla solicitamos cuatro boletos, la vendedora nos dio un recibo en el que se leía el precio de acceso ($6,00), el nombre de Adam, quien costeó los tiquetes; y la fecha, 13 de enero del 2022, día de nuestra aventura.
Adentro nos ubicamos en uno de los senderos de adoquín carmesí en que había varias bancas. Encontramos a alguien que aparentaba ser trabajador del lugar, ya que vestía un overol especial. A regañadientes, tras la insistencia de Laura, me dejé llevar de la mano para preguntarle al hombre sobre las flores.
—Disculpe la molestia, ¿usted trabaja aquí? —dijo Laura con voz suave.
—Sí, soy de los agricultores que preparan las flores —mencionó el hombre.
—¿Será que nos explica algunos nombres de flores que no conocemos? —ahora preguntaba yo.
—Disculpen señoritas, pero mi función es solo velar que el público no dañe las flores.
—Ah… No se preocupe, lo entendemos.
Al parecer recapacitó sobre su respuesta, y terminó dándonos un pequeño recorrido mientras mencionaba los nombres de las flores y algunos datos sobre estas.
Antes de despedirse, el agricultor nos recomendó un restaurante no muy lejano que, según él, tenía una de las mejores vistas del lugar. Como ya todos teníamos apetito, nos encaminamos al sitio.
El guardia de la casetilla nos permitió la entrada a una enorme hacienda con restaurantes y otras facilidades. Siguiendo la calle empinada, empezamos a ver casas estilo rústico, con fachadas de piedra y amplias puertas; algunas eran de dos pisos.
Al final de la vía estaba el restaurante. Entramos a una recepción agradable con el mismo estilo de las casas. Hacienda Los Molinos era el nombre del atractivo lugar. Decidimos sentarnos en la terraza para apreciar el atardecer.
Al finalizar la comida, mientras llegaban los postres, nos ubicamos detrás de una baranda desde donde se apreciaba una vista que nos dejó sin palabras: a nuestro lado derecho había un hermoso cañón; en frente, hacia el horizonte, estaba la costa, donde la línea del mar se encontraba con el firmamento pintado con tonalidades anaranjadas y rosa. Nadie decía nada, el momento nos dejó a todos con el sabor de una grata sorpresa, casi surrealista. Sin duda, esa fue una de nuestras más memorables andanzas.