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El 7 de junio de 2018 se lució la belleza natural en el concurso Señorita Panamá, con la primera mujer indígena en ganar este certamen; pero detrás de las luces y el glamur hubo obstáculos que ella venció.

Los duros dramas familiares que vivió de niña aún la hacen llorar… Todo empezó hace 29 años.

Rosa Iveth Montezuma nació en la comarca Ngäbe-Buglé, Alto Caballero, el 16 de mayo de 1993. La reconocida modelo es la mayor de tres hermanos, creció rodeada de amor y valores. Reflejaba gran energía en su niñez, no tenía problemas para socializar con los demás pequeños; pero al mismo tiempo era reservada, con una actitud perseverante. Con frecuencia participaba en actividades escolares de canto, modelaje, declamación, banda de música y reinados.

Esa joven rompió con los paradigmas tradicionales que enmarcan a la mayoría de las mujeres indígenas. Su espíritu de mujer emprendedora me inspira.

Creyente en Dios y siempre fiel a su cultura y tradiciones. «A mí siempre me gustó mucho el monte, de hecho, iba con una vecina a cosechar arroz, también maíz e íbamos al pozo a buscar agua», recuerda.

Su madre, Rosa América, era educadora y juntas se trasladaban a la comunidad de Kuerima, distrito de Mironó, área Nedrini. «Había que cruzar un zarzo sumamente peligroso, las quebradas crecían y teníamos que esperar a que las corrientes bajaran». Esto experimentaban tanto Rosa como sus primos todas las mañanas, para recibir sus estudios primarios en una escuelita rancho, con paredes de madera, techo de palmas y piso de tierra. Luego de culminar la primaria, debió buscar otra escuela que dictara nivel secundario. El tramo a recorrer todas las mañanas se volvió más extenso.

Más adelante inició su primera carrera universitaria en la ciudad de David, capital de Chiriquí, la Licenciatura en Tecnología de Alimentos. Al corto tiempo se ubicó en un trabajo y regresó a su hogar.

El glamur panameño

La primera vez que Rosa fue seleccionada para un reinado fue en primer grado, por el aniversario de su escuela. Lastimosamente, cuando iba a ser coronada, su hermana de un año sufrió una quemadura con aceite de cocina en la pierna y no pudo recibir el título debido a que su mamá estuvo un mes con la bebé en un hospital de otra zona.

A los 15 años ya ella estaba más que iniciada en el mundo de las pasarelas, en Panama Talents, tras una sesión de scouting que realizó la agencia en su centro escolar, el Instituto David.

Años después participó en un certamen cultural denominado Meri Bä Nuare (mujer bonita en ngäbere) entre estudiantes indígenas cuando estaba en la universidad. Fue escogida como Belleza Nacional.

2018 fue un año de concursos, elogios y presentaciones en varios puntos del país, que la encontró con 25 años, estudiando otra licenciatura en Informática Educativa y aspirando a ser Señorita Panamá por su comarca. También se vio envuelta en una polémica acerca de su nacionalidad e identidad cultural.

Hubo rumores en redes sociales de que la modelo no era 100% indígena. Rosa acudió a la sede central del Tribunal Electoral, el 11 de abril de 2018 y solicitó su certificado de nacimiento para confirmar su origen como mujer ngäbe. Con la evidencia, la organización Señorita Panamá la integró al grupo.

Rosa se preparó junto a 19 aspirantes de domingo a viernes (terminaban a las 10:30 p. m.), entonces tomaba el bus de la medianoche a Chiriquí, para asistir a las siete de la mañana del sábado a la universidad, hasta las seis de la tarde. El domingo regresaba a la capital.

En diciembre de 2018 fue a competir por el título de Miss Universo en Tailandia, en representación de Panamá. “Para mí es tan importante, ha sido una plataforma para que la gente vaya creando conciencia de que el pueblo indígena no es solo un grupo apartado de la ciudad, y que sí podemos lograr grandes metas”. Su gran esfuerzo y natural carisma le han llevado hasta un punto destacado.

¡Frente en alto y pies sobre la tierra! Incansablemente Rosa derriba cada obstáculo que le presenta la vida, pues es firme en su propósito y en su fe en Dios para salir adelante, como aquella vez que representó con orgullo a su país en el certamen más importante de belleza internacional.

Las metas y los sueños se pueden cumplir, y de eso sabe Hermisenda Perea Gonzales, una mujer perseverante y triunfadora, que con solo diez años trabajaba como doméstica en una casa y terminó siendo una reconocida líder nacional.

Fue en una acogedora casa, en el barrio Chilibre, durante la noche del 9 de enero de 1959 que nació Hermisenda, con la ayuda de su abuela Francisca Saavedra. Después de tres meses, su madre decidió irse para Jaqué, en la provincia de Darién, donde la niña vivió hasta los seis años. Luego, se mudaron a la capital, al antiguo Hollywood, en unas barracas pequeñas similares a una caja de fósforo, lo que hoy en día es Curundú.

Hermisenda y su familia vivían como sardinas en lata. Los padres decidieron trasladarse a un pueblo llamado Antón, en la provincia de Coclé, pensando que era un mejor lugar para la crianza de los niños.

A la edad de diez regresó a Panamá a trabajar como empleada doméstica, en San Francisco. Sus patrones le dieron la oportunidad de estudiar. Eso fue como un milagro jamás esperado. Ya contaba con doce años cuando retornó a la escuela. Ella era la mayor de doce hermanos y quien llevaba el sustento a su casa.

Trabajar y estudiar al mismo tiempo, y a esa corta edad, debió ser muy agotador. Se me eriza la piel solo de pensarlo. Emmy, como le dicen de cariño sus familiares cercanos y amigos, con tan solo una década ya tenía una mentalidad de guerrera. Es impresionante cómo cada lágrima, sudor y esfuerzo la ayudaron a persistir.

Realizó sus estudios en diferentes escuelas de la región de Panamá. Culminó el Bachillerato en Comercio con Especialización de Secretaría y Contabilidad. Pero seguía trabajando en casa de familia como mucama. Apenas terminó el bachillerato se dedicó a otras actividades, siempre muy independiente.

Laboró en una escuela de karate, en Obarrio. Ahí llevaba la asistencia, cobraba la membresía y las mensualidades. Después entró de voluntaria en la Dirección General para el Desarrollo de la Comunidad (Digedecom), institución gubernamental donde fue nombrada funcionaria, como coordinadora de la juventud, con un salario de doscientos cincuenta balboas por mes.

Aprovechó el tiempo y siguió aprendiendo, lo que potenció su liderazgo, su confianza y también su empatía para compartir con lo que menos tienen. Para ella la humildad es un don que Dios le dio.

Sin detenerse y con esas ganas de triunfar ingresó a la universidad, aunque no tenía dinero para comprar ni siquiera un libro. Estudiaba con fotocopias y copiaba a mano todo lo que los profesores decían. Allí laboró haciendo matrículas. También fue estilista en salones de belleza para sufragar los gastos universitarios.

Obtuvo el título de licenciada en Administración de Empresas en la Universidad de Panamá. Ambiciosa de superación, continuó un diplomado en Relaciones Internacionales y luego una maestría en Comercio Internacional, en la Universidad Latinoamericana de Comercio Exterior.

Maravillada por las experiencias, ingresó muy animada al Movimiento de la Juventud Panameña, donde ayudó a chicos, como ella, a salir adelante. Se convirtió en una líder en juntas locales, pero nunca olvidó sus raíces.

Después de tanto esfuerzo, lucha y perseverancia, uno de sus más grandes sueños se le hizo realidad: ser representante del corregimiento de Curundú. Ocupó el cargo en dos periodos consecutivos (1994-1999 y 1999-2004), y con esta experiencia logró ser diputada de la República entre 2004 y 2009.

Emmy, esa mujer guerrera que nunca renunció a sus sueños, tiene hoy 63 años. Sigue activa, laborando como subgerente de los Bingos Nacionales y es la suplente del representante del corregimiento de Curundú. Es un honor tenerla como tía y cada vez me doy cuenta de que es una gran persona.

Sigue siendo una dama de fe, tenaz y solidaria. A pesar de que hoy en día está muy bien económicamente, no ha perdido su sencillez, y cuando otras personas necesitan, no duda en socorrerlas. Es un modelo a seguir. Con su ejemplo he aprendido que en la vida siempre habrá obstáculos, pero depende de nuestra actitud poder enfrentarlos.

Emmy nos deja un mensaje de motivación y de seguir luchando por nuestros sueños. Como ella dice: «Siempre que te propongas una meta en tu vida, persevera hasta cumplirla”.

Aquel 13 de enero de 2021 ocurrió un momento especial en mi vida. Al mudarme a mi nueva casa encontré un retrato que desde entonces observo para alcanzar las fuerzas que a veces me faltan. Me sentí atraído. Después de tanto tiempo pensando de quién se trataba, le pregunté a mi padre. Para mi sorpresa, era mi abuela Ernestina Acendra.

«¿La llegué a conocer?”, cuestioné tras aquella revelación. Él tomó en su mano la imagen y contó diversas anécdotas vividas. En ese momento, cuando supe que mi abuela había fallecido debido al cáncer de mama, pensé en todo lo que mi papá y sus hermanos a una corta edad tuvieron que hacer para estar unidos. Después de varios minutos colgamos el cuadro en la pared con vista a la ventana.

Recuerdos entre familia

La noche del 28 de junio de 2021 hubo una cena familiar. El olor a sopa impregnaba el sitio. Cuando agradecían a Dios por la comida, miré hacia una ventana y cerré mis ojos. Invité a mi abuela fallecida a comer con nosotros. ¿Por qué no invitar a esa presencia que estaba siendo un gran apoyo en mi vida?

Después de cenar y ver a todos conversando supe que era el momento para un interrogante que traía en mente por meses: “¿Extrañan a mi abuela?”. Me miraron confusos e intrigados. Después de un rato uno de mis tíos dijo: «Todos la extrañamos. Sin ella … (y mi papá terminó la idea), no tendríamos lo que tenemos».

El tío Rodrigo recordó el día que contuvo el llanto por la muerte que se avecinaba, un impulso que fue parado por una mirada maternal que solo quería ver una sonrisa en el rostro de su pequeño. En ese momento todos estaban devastados por la noticia.

Contó que mi abuela le hizo prometer lo mismo a cada uno: “Nunca se rindan, sigan adelante, cuídense entre ustedes, hagan sus familias y compartan lo que les he enseñado y, lo más importante, jamás se separen”.

Entre alegría y tristeza, aquella fue una noche en donde, al recordar a esa persona, mi corazón experimentó algo indescriptible: cerré los ojos y sentí que escuchaba su voz.

La conversación que todo nieto necesita

El Año Nuevo de 2021 fue una noche especial. Aunque la soledad se sentía a metros de donde me situaba, no dejaba de percibir que alguien, además de la brisa, acariciaba mi rostro.

Solo faltaba media hora antes de finalizar un año lleno de enseñanzas, retos, victorias y descubrimientos. Me senté en la sala mirando a mi alrededor y agradecí a cada persona por ser un pilar en el giro que dio mi vida. Dejé a la más importante para el final, ya que, gracias a sus enseñanzas, recolectadas a través de los recuerdos de otros, pude lograr metas que no creía posible.

Miré el retrato de mi abuela y tras un leve suspiro empecé a decirle los triunfos personales alcanzados desde que empecé a aplicar sus consejos, como no rendirse por más que todo se viera mal, o pedir ayuda siempre que fuera necesario.

Cada segundo que pasaba, un baúl de recuerdos se abría en mi mente mostrándome momentos en familia. Noté que ella siempre estaba ahí, aunque no física, sino espiritualmente, en mis pensamientos… O fue así que lo sentí.

Otra vez, al cerrar mis ojos y divagar por los recuerdos, escuché aquella voz y me dijo: “Estoy orgullosa”. Mi piel se erizó al estar solo, pero por dentro tenía una felicidad inexplicable. Experimenté tanta seguridad, como si a ese ser lo hubiera conocido desde hace muchos años.

Solo sonreí, rasqué mi cabeza y noté una brisa diferente en ese momento. Busqué a mi padre y le dije, con gran emoción: “Mi abuela está orgullosa de usted y de mí”. Nos abrazamos y ambos pudimos sentir aquella presencia que nos causaba nostalgia por esos momentos que algún día quisimos compartir.

A pesar de no estar entre nosotros, la abuela dejó un legado de valores como el amor y el respeto. Hay muchas anécdotas de ella, pero lo más interesante es que detrás de cada una hay historias de superación y valentía. Me inspiró a salir adelante y a escribir estas reflexiones dedicadas a ella. Una mujer que, sin un abrazo o sin escuchar su voz, renació entre recuerdos para transmitirme confianza y seguridad e influir en mí a través de su memoria.

Que la perseverancia sea tu motor y la esperanza tu gasolina.

Soy escritora realista, y como observadora de lo que me rodea creo que es de suma importancia dar a conocer la historia de una mujer valiente, luchadora, optimista, que no se deja vencer por los obstáculos. Una guerrera que nos contagia de esas ganas de luchar y hacer realidad nuestros sueños.

Ella es Maritza Esther Fuentes González, baja estatura, piel pálida, ojos cafés, madre de tres hijos muy educados: dos mujeres y un varón.

Su infancia no fue la mejor, desde muy pequeña empezó a trabajar, puesto que eran muchos hermanos y su mamá no los podía sustentar a todos. Uno de sus sueños era estudiar Medicina, pero su situación económica no se lo permitió y solo pudo graduarse de sexto año.

Su relación con su progenitora tampoco era buena. Justamente por eso ella siempre quiso ser diferente. Ser una madre ejemplar para sus hijos.

Maritza entró a trabajar en un local donde molían maíz por un periodo de tres años, pero en ese tiempo desarrolló una enfermedad crónica que le impedía el movimiento de sus manos y extremidades. No pudo seguir.

La afección fue robando el espacio de sus hijos, apagando sus alegrías. Golpe muy fuerte y triste para sus tres niños, quienes sufrían al verla en esa condición y sin  poder hacer nada. Verla consumirse lentamente ante ellos fue devastador.

El panorama era aterrador porque Maritza no contaba ni siquiera con el apoyo del padre de sus hijos. Pero no se quedó de manos cruzadas. Para ganarse el pan, comenzó a vender duros de fruta a diez y veinticinco centavos en su casa. Cuando su salud mejoró un poco, le salió un trabajo como niñera. De esta manera logró conseguir recursos para la educación de sus tres retoños.

La oscuridad no es eterna si no te rindes. Maritza en estos momentos reside en un apartamento con sus hijos. La mayor culminó sus estudios secundarios con la ayuda y el esfuerzo de su mamá, siempre enfocada en que no pasara por las dificultades que ella atravesó cuando era joven. Luego, ingresó a la universidad, donde se graduó con honores y obtuvo el título de licenciada en Estimulación Temprana y Orientación Familiar, con tan solo veintidós años. Su hija ahora labora en una guardería, atendiendo a niños con quienes aplica todo lo aprendido en su profesión.

Su hijo, el mediano, logró terminar sus estudios secundarios e ingresó a la universidad para estudiar Arquitectura. Con el tiempo se interesó en otros temas y cambió de carrera, aún no se ha graduado, pero su madre tiene la certeza de que él también logrará su título.

La menor de sus hijas cursa quinto año de secundaria y es una de las mejores estudiantes de la clase. Por sus buenas calificaciones, ha ganado una beca que le facilita pagar la escuela.

Maritza es una mujer luchadora y ha demostrado esa perseverancia en su propia vida. Ella siempre insiste que, por más difícil que sean la circunstancias, incluso cuando creas que no podrás salir adelante, no te rindas, porque quien lucha al final obtendrá la victoria.

Sin duda una mujer que enfrentó grandes desafíos, pero que logró superarlos con esfuerzo. De ella aprendemos a no dejarnos vencer por el primer obstáculo.

Tú puedes ser alguien como  Maritza, quien a pesar de su enfermedad nunca desamparó a sus hijos e hizo lo que tuvo a su alcance para brindarles protección y una buena educación. Con satisfacción hoy está viendo el resultado de su amor de madre y los valores que les enseñó, sobre todo la gratitud a Dios por darle fortaleza.

¡Valiente forma de servir! Con una salud complicada. ¡Qué va!, yo no podría; pero, ella sí tiene agallas.  ¿De dónde sacas tantas fuerzas, María Zoila?

Les hablo de una mujer guerrera, que vino al mundo el 26 de agosto de 1977, en mi bello Panamá. Es la cuarta de nueve hermanos. Figúrense que una vez se hizo una herida que no sanaba, acudió al médico y le diagnosticaron diabetes. Otro día, estando en casa, empezó a sentir mucho dolor en el vientre, el cual era repetitivo. Pidió una cita en la Caja de Seguro Social, y en primera instancia le dijeron que era un quiste muy diminuto y sin importancia. Ella seguía con los síntomas y decidió buscar otra opinión en el Hospital Santo Tomás, donde le hicieron una serie de exámenes.

Después de ir a la cita de control, a los nueve días, no imaginaba el diagnóstico que recibiría. Fue en 2012, durante la lectura de los resultados, que le dieron una noticia que la impactó. Tía Toy, como la llaman, tenía divertículos biliares, afección que se presenta cuando se forman pequeñas bolsas o sacos que sobresalen a través de puntos débiles en la pared del colon… y ya estaba complicándose.

El galeno le anunció la operación de una colostomía temporal, pero ella lo recibió como un simple comentario. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos.

Llegó el momento de la cirugía, aún con los nervios siguió con el proceso respaldada por su familia. Al despertar se encuentra con un nuevo miembro en su cuerpo, la bolsa de colostomía. Empezaba una nueva faceta en su vida y estaba decidida a afrontarla con valentía.

Tía Toy siguió con su rutina de una manera natural. ¡La bolsa no la detuvo! No dejó de ser la administradora de su hogar. Me pregunto: ¿Cómo pudo soportar tanto sufrimiento? Es una guerrera, no se rinde. A ella le encantaba cuidar a sus sobrinos, quienes la acompañaban a casi todos los lugares, eran como unos pollitos detrás de la gallina. Cuánto amor emanaba de ella hacia esos pequeños… y era recíproco.

Ya habían pasado seis años. Tuvo la oportunidad de ingresar al Club de Leones a realizar labor social en la comunidad. Ni siquiera en la pandemia se detuvo. Ella estuvo al frente de la responsabilidad social de la organización, en donaciones de bolsas de alimentos a las familias más necesitadas y golpeadas por el COVID-19 y, para su sorpresa, fue electa presidenta del Club de Leones de Pedregal. Desde ese cargo, continuaba ayudando a las familias y escuelas de la comunidad, con donativos.

Luego de diez años de tener la bolsa, que se adhiere a la piel del abdomen para recoger las heces, finalmente deciden quitársela. Aunque ya se había acostumbrado a su otro miembro, y era consciente de que era necesario y útil, deseaba deshacerse de él. Llegó el gran momento y estaba emocionada. La bolsa fue removida y la tía había superado una etapa más.  Desde entonces su recuperación ha sido satisfactoria.

Una de las frases que nos enseñó la tía Toy fue: “El que no sirve para servir, no sirve para vivir”, atribuida a la madre Teresa de Calcuta, quien buscaba transmitir que el sentido de la vida reside en ayudar a los demás.

Nota del editor

El siguiente relato es una interpretación de la difícil e inspiradora vida de Carlina Ramírez López (1931-2005), una madre que, a pesar de las limitaciones, sacó adelante a sus hijos.

Soy una madre sacudida por la muerte de varios de mis hijos, cada experiencia más dolorosa que la anterior; pero, a pesar de ello, me propuse que estas circunstancias no afectaran a mis hijos que seguían vivos y que necesitaban de mí. No fue fácil.

Todos pasamos momentos dolorosos, que siempre se presentan de diferentes formas para cada quien, lo importante es no ceder ante la pena. Para mí, fueron mis múltiples pérdidas, aunque siempre he intentado que eso no afecte a mis seres queridos.

Mi vida inicia en el año 1931, el 11 de enero. Vivía con mis padres y mis cinco hermanos en una casa de Manizales, en Colombia. Éramos una familia muy humilde, a los hijos mayores les tocaba ir a ayudar a mi padre en su trabajo para poder traer comida. Ni mis hermanos ni yo pudimos estudiar. Así transcurrió gran parte de mi vida.

Poco después del Año Nuevo, mi padre Juan Bautista murió. Eso complicó todo, nuestra ya mala situación económica decayó aún más. Pasó un tiempo hasta que conocí a un hombre humilde, pero trabajador, y más adelante decidimos casarnos para tener nuestro propio hogar.

Después de dos años de la boda, mi marido Luis y yo nos llevamos la sorpresa de que venía en camino nuestro primer hijo. Fue un momento de alegría al recibir la noticia, pero después la realidad nos golpeó como si nos cayera un balde de agua fría, al darnos cuenta de que no teníamos los recursos para darle la vida llena de comodidades, como deseábamos.

Se llegó el momento de su nacimiento y así, sin meditarlo y sin importar todas las necesidades, en un abrir y cerrar de ojos ya teníamos catorce hijos. Diez niños y cuatro niñas.

Éramos una familia muy pobre, lo que causó muy mala salud en mis hijos e incluso unos presentaban  desnutrición. Solo recordarlo me parte el alma y me vuelve añicos el corazón.

Al poco tiempo, una de mis hijas menores ya no despertó, esa imagen ante nuestros ojos nos destrozó. Solo siete años y perdió su vida. Sentí que mi mundo se cayó en pedazos. Estaba desesperada, porque fui perdiéndolos poco a poco. Solo me quedaron cuatro y luché para que ellos no sufrieran junto a mí, pero una luz me iluminó y me dije a mí misma: «No puedo permitir que ellos me vean así.  Aunque esté desplomándome, destrozándome, muriéndome de angustia, no puedo arrastrarlos  con mi dolor… ¡No lo voy a permitir!, tengo que ser fuerte».

Para ellos fui muy buena madre y en realidad nunca me culparon por lo sucedido. Incluso ahora de adultos guardan bellos recuerdos de su niñez y no me reprochan nada. Ahora que los veo ya realizados profesionalmente, me parece un sueño. Las lágrimas que corren por mis mejillas no son de tristeza, sino de felicidad y gratitud. Por fin vi los frutos de sobrevivir a la caída del dolor, pero en realidad todo lo que pude hacer por mis hijos es un anhelo hecho realidad.

Doy gracias a Dios por darme la fortaleza de continuar; él no permitió que desmayara. Las enseñanzas que les dejé a mis hijos fueron los valores de humildad, hermandad, amor, tolerancia y vivir en familia, a pesar de las limitaciones.

A sus veinticinco años Carolina Patiño partió de su natal Colombia ante la falta de oportunidades y los problemas económicos. Emigró a Panamá, junto a su esposo e hijas. Abandonó su trabajo de enfermera y el lugar donde habitaba, porque no era seguro ni rentable. Con la esperanza de encontrar mejores condiciones y un futuro brillante, la familia dejó atrás todo lo que conocía y se entregaron de lleno a su nuevo inicio, pero en el Istmo les tocó enfrentar una dura prueba que no imaginaban.

Para todos fue difícil el nuevo comienzo porque, al principio, la situación los superaba por mucho. Pero contaban con el apoyo de la hermana de Carolina, quien les compartía su casa. Además, el padre empezó a trabajar al poco tiempo. La madre se ocupaba de los quehaceres del hogar, como agradecimiento a su hermana por permitirles quedarse con ella.

Pero no duró mucho la tranquilidad. El lugar se hizo muy pequeño para tanta gente y los malentendidos surgían de par en par, razón por la cual Carolina y su esposo decidieron mudarse. En este cambio la invadió el temor, ya que no tenían certeza de si habría algo de comer para el día siguiente.

Todo estaba a punto de complicarse para aquel clan, pues, aunque poco a poco consiguieron establecerse y mejorar su estilo de vida, su realidad tomó otro rumbo cuando la salud de Carolina empezó a decaer. Al principio le dio poca importancia, pero el constante cansancio, los dolores y los malestares empezaron a afectarla. Como era enfermera, y frente a sus síntomas, ya tenía una idea de lo que podía ser: sospechaba que tenía lupus. Su mal presagio empezó a apoderarse de ella. La llevaron al Hospital Santo Tomás y allí le dieron el diagnóstico, que coincidió con lo que ella temía.

El lupus, también conocido como lupus sistémico crónico, es un enemigo silencioso para la salud, que afecta hasta el 40% de la población e impacta de forma dramática la vida de quienes lo padecen. Se trata de una afección autoinmune la cual provoca que el propio sistema inmunitario ataque las células y los tejidos sanos del cuerpo, ocasionando daños a órganos como la piel, los riñones, el corazón y el cerebro. Quizás lo más dramático de esta enfermedad es que no tiene cura.

Aquella mujer de corazón perseverante estaba padeciendo su primer cuadro clínico de lupus tipo nefrítico. Fue internada y después de quince días regresó a casa. La noticia de que la enfermedad es incurable fue un golpe para todos. Empezó a ser alguien frágil que necesitaba atenciones especiales y que no podía consigo misma.  Esa no fue la última vez que su estancia en el hospital se prolongaría.

Le dieron un tratamiento que consistía en tomar unas pastillas que, a su vez, causaban múltiples efectos secundarios. Hubo momentos en que sintió que su cuerpo no era suyo. Sus emociones estaban a flor de piel, y no tenía la capacidad para lidiar con ellas, porque el hecho de no poder pararse de la cama por el dolor y que sus hijas la vieran así le abrumaba su ser.

Todo esto llevó a su esposo a trabajar en varios lugares para balancear las cuentas solo, pero la economía fue decayendo. Ahora se planteaban la posibilidad de regresar a su tierra natal, sin embargo, ya no contaban con ninguna de sus pertenecías allá. Todo lo habían vendido, sería otro comienzo desde cero para el cual no estaban preparados.

La fuerza y perseverancia sacudieron a Carolina. No lo iba a permitir. Logró estabilizarse con el tratamiento y tomó las riendas. Consiguió empleo como planchadora, aunque no era lo mismo que ser enfermera, fue muy pesado. No se rindió.

Cuando todos ya estaban un poco equilibrados en su nuevo hogar, Carolina buscó otro trabajo y obtuvo uno como administradora en una abarrotería. Dos años después fue gerente de una panadería, a esto le siguió gerente de una pizzería, gerontóloga y otros trabajos más, demostrándole a todos que el lupus no era lo único que tenía y, mucho menos lo que la definía como persona, porque, así como es mujer, es madre; así como es madre, es esposa; así como esposa, es hija; y así como es paciente, es sobreviviente.

Porque desde el fondo a la cima el camino es más largo y se necesita más que suerte. Hace falta ser valiente, resiliente y fuerte.  De Carolina aprendemos que no se llegará al destino anhelado sin dar el primer paso, y ese suele ser el más difícil.

Ni el amor es una jaula ni la libertad es estar solo.

¡Quién diría que una sonrisa escondería tanto dolor! Esta es la historia de una mujer que fue abusada, humillada y utilizada por su esposo. Incluso la obligaba a vender droga para su beneficio. Y poco a poco ella fue entrando en un círculo del que sería casi imposible salir.

La primera vez que la vi fue en un bello día soleado, donde algunas nubes pintaban el cielo haciéndolo lucir más hermoso de lo usual. Junto a sus hijos, Daniela González caminaba hacia su hogar con pasos seguros, lucía feliz. Nunca imaginé que detrás de aquella sonrisa se ocultaba tanto sufrimiento.

Al pasar el tiempo, en un día nublado y frío me dirigía con mi abuela hacia el edificio de color marrón, con dos pisos de treinta apartamentos. De pronto veo a Daniela, quien en ese momento ya era mi amiga, tirada en el suelo, despeinada, con su rostro golpeado y la mirada perdida. Quedé impactado. No sabía qué hacer. Me acerqué para ayudarla y pude percibir que una llama latía en su pecho, pero no de temor, sino de agotamiento. Abrió sus ojos lentamente y me miró fijo.

Secándose las lágrimas, entre sollozos, Daniela murmuró: «Estoy cansada de sufrir abusos de parte de Ismael, sus malos tratos y humillaciones me abruman». Se levantó y se dirigió a su apartamento a pasos lentos. Quedé totalmente desconcertado al ver cómo la arrastraba el viento de su angustia.

Al día siguiente fui a su casa con el pretexto de jugar con sus hijos, pero la verdad es que quería saber cómo seguía. Al acercarme a la puerta escuché que alguien lloraba. No me detuve y toqué. Hubo silencio, y luego fue Daniela quien abrió. Me dijo que sus hijos estaban dormidos, pero me invitó a pasar.  Entré y eché un vistazo, muchos pensamientos se apoderaron de mí. Se sentía un ambiente hostil. Ella se sentó en el borde de la cama y empezó a desahogarse.

—Me siento ahogada, no sé por qué Ismael me hace sentir así. Me trata como un objeto. Todo lo que hago le molesta. Tengo ganas de…

—No sigas —le pedí.

No sabía qué decirle. Me invadió un sentimiento de tristeza. Solo la abracé y lloré junto a ella. Luego intenté animarla: “Tranquila, saldrás de aquí, eres una mujer fuerte, no te rindas”.  Daniela, aún con el alma en pedazos, me abrazó y dijo: «Eres como ese hijo que siempre quise tener. Sé que me comprendes. No deseo que mis hijos sigan pasando por esto. Saldremos de aquí, los amo y no dejaré que él nos haga más daño. No sabes cuánto agradezco tu presencia y respaldo en este momento. Gracias, muchas gracias».

Ella sabía que no sería fácil escapar de su realidad. Ese hombre insistiría hasta verla sin fuerzas para continuar su vida. Pero asumí que tomaría las decisiones necesarias. Me despedí y cuando había avanzado varios metros me crucé con el esposo. Me detuve. Y a corta distancia vi cuando llegaba a casa y ella salía a enfrentarlo. Me sorprendió que, aunque Daniela estaba casi sin fuerzas, le reclamó con firmeza: «¡¿Qué haces otra vez aquí?!». Él respondió: “Vengo cuando quiera y hago aquí lo que yo quiera”.

Entonces Daniela lanza un grito desesperado: «¡Ya no aguanto más! Mis hijos sufren por ti, no te da vergüenza que ellos observen cómo me maltratas, estoy harta de esta situación, no merezco vivir esto». Aquel hombre se llenó de ira y vi cuando le pegó. Los niños se pusieron a llorar y le gritaban: “¡Papá no le pegues a mamá, no le pegues más!”. Ella como pudo se zafó, lo empujó y lo amenazó: «Donde me vuelvas a buscar te juro que no dejaré nada de ti». En ese momento Daniela tomó a sus hijos y se alejó de él.

No podía creer lo que había presenciado. Pensé: se llegó el momento, seguro ella tomará la decisión de separarse definitivamente.

Pasaron unos meses. Un día la encontré por casualidad. Me alegré mucho de verla cambiada. Hasta lucía más joven, su mirada segura, su cabello brillante y vestía muy bien. Me contó que la fuerza de voluntad la había llevado a vencer el miedo y ponerle un alto al maltrato físico y emocional. Lágrimas empaparon sus mejillas. Mi corazón latió de felicidad al escucharla.

Daniela empezó un negocio independiente que fue su soporte económico para seguir adelante. No se rindió y salió de esa cárcel en que vivía, decidida a no ser más esclava del temor.

Madre, tenías dos opciones: callar y morir, o hablar y morir. Te admiro porque decidiste hablar.

Ingrid de Orta, una mujer hermosa, y algo ingenua, a sus veinticuatro años se casó con un hombre que parecía ser muy respetuoso y servicial, pero que luego la envolvería en un espiral de dolor y violencia. Nunca imaginó que todo ese amor tendría un final triste.

Ingrid tenía un cuerpo esbelto, en la calle todas las miradas eran hacia ella, pero a su esposo eso le molestaba. Poco a poco, su actitud hacia ella fue cambiando. Se volvió celoso e inseguro y solo tenía palabras hirientes para su supuesta amada esposa. Todo esto lo sufrían también las dos hijas cada vez que escuchaban los insultos.

Una noche el esposo llegó borracho a casa y con mucha rabia le gritó: “¡Eres una cualquiera, sé que tienes otro hombre!”. Esa fue la gota que derramó el vaso. Indignada, Ingrid se levantó del sofá y comenzó a defenderse, lo que provocó más ira en el descontrolado hombre.  Él empezó a golpearla, sus hijas lloraban desesperadas, sin saber qué hacer.

Ingrid gritaba fuerte: “Por favor ya no me pegues, por favor… ¡auxilio!”. En ese punto sus hijas se abalanzaron sobre él y lograron que la soltara. Con el corazón en la boca y el alma en pedazos, ambas la abrazaron. Minutos después, la más grande le preguntó: “¿Mamá, por qué te agredió así? ¿Qué pasa entre ustedes? Ya no queremos estar aquí”.

Pero la verdad es que Ingrid tampoco tenía muy claro por qué sucedían esos cuadros de violencia. Con mirada profunda y llena de dolor le respondió: “Tranquila mi niña, mami está aquí, todo estará bien”.

Pero desde entonces el temor no la dejaba hablar con firmeza frente a aquel hombre que un día le juró amor. Los episodios de violencia se tornaron rutinarios. Él se creía con poder sobre ella, y cualquier reacción o respuesta suya le molestaba más, pues le hería su orgullo machista.

“Desde ese momento mi casa se volvió un lugar inseguro para mí y para mis pequeñas. Todas experimentábamos esa tensión aterradora. Tanto así, que al llegar la noche mis hijas tenían miedo de que volviera a repetirse ese momento de angustia. Eran pocas las veces que sentíamos paz en el hogar. Ahora reinaban las discusiones y la agresividad”, me confesó Ingrid.

En mi caso, para una niña de solo ocho años, eran momentos de mucha zozobra. Me daba impotencia ver cómo mi padre maltrataba a mamá. Escuchar sus gritos pidiendo ayuda me partía el alma, y sin poder hacer nada.  Esas escenas tan fuertes y dolorosas quedaron en mi mente. Después, en mi inocente soledad, le preguntaba a Dios por qué mi mamá pasaba por todo eso.

Hasta que llegó el gran momento. La mujer, cansada de tanto maltrato físico y psicológico, decidió divorciarse. Situación que también afectó a sus niñas, el hogar se desintegraba. Pero Ingrid estaba convencida de que era lo mejor para las tres. “No me puedo rendir tan fácil, debo seguir adelante, aunque sea comenzando desde cero”, pensaba. Salió en busca de un empleo y encontró en una agencia de viajes, como supervisora. Poco a poco, siendo responsable con sus ingresos, logró ahorrar suficiente para realizar mejoras a su casa, e incluso para comprar un auto.

Mi madre es una mujer que me inspira solo con saber que tomó la mejor decisión. Se liberó de ese tenebroso pasado y ya no duerme bañada en lágrimas. Es luchadora, sacrificada. La admiro y le digo: “¡Qué grandiosa y maravillosa eres!”.

Ingrid salió de la boca del lobo, y está decidida a que nunca más alguien intente apagar su sonrisa. Sus muchachas están orgullosas de que no dejó de batallar y de pensar en su bienestar. Hoy no solo es su refugio y fortaleza, sino también un ejemplo de no desistir y de no permitir ningún tipo de maltrato.

¡Sigue siendo así, una mujer hermosa, valiosa, inteligente y perseverante en la vida! No calles nunca. Valórate y ámate siempre. Mamá guerrera, te amo.

“No esperes a que la solución llegue a ti, búscala”.

Helena Rodríguez, a quien muchos llamaban Chiquita, era un vivo ejemplo de las malas decisiones, de cómo incluso tus más cercanos «amigos» pueden llevarte por el camino incorrecto. Era un ser errante, parecía no tener salvación.

Conociendo tus defectos

La primera vez que la vi no fue una experiencia agradable. El sol brillaba tanto que me costaba ver lo que ante mí sucedía. Recostado en la pared del edificio había un oficial de baja estatura y barbas largas que miraba fijamente a Helena. Ella murmuraba palabras sin sentido, mientras recogía latas. Me pregunté: «¿La saludo? Pero no se ve en buen estado”. De todas formas, pasé por su lado y le di los buenos días. En ese momento casi caigo del susto, cuando empezó a gritar: “¡Yo no soy una indigente!”. Comprendí que Helena no estaba en sus cinco sentidos ese día, ni los próximos años.

La fantasía de una madre

Con una gran sonrisa en el rostro y los brazos abiertos, nuevamente le diste la bienvenida a tu hija y a tu pequeño nieto, que por momentos vivían en tu casa. Como encantada, escuchabas las anécdotas del pequeño. Parecías feliz y lúcida. Verte así en casa era una hermosa fantasía de la que no querías salir, eso lo sé.

Vuelta a la realidad

Pero aquel 28 de octubre de 2017 fue oscuro. Sin una despedida, ni siquiera una nota, tu hija se fue y te dejó el alma desconsolada.

Justo ese día, por casualidad pasé por tu departamento. En mis doce años de vida, mis ojos nunca vieron una escena tan triste. Me partió el alma cómo entre llanto decías: «Bleika, Bleika, hija, ¿por qué?». En ese momento comprendí tus lágrimas y la razón por la cual estabas sufriendo tirada en el suelo. Otra vez la dulce Helena se dejaba llevar a un abismo de emociones. ¡La dulce Helena volvió a sus viejas andanzas!

A pesar de todo, tú…

Fuiste y eres una mujer fuerte, quedé sorprendida cuando afrontaste tu problema con determinación. Nunca pensé que después de esa recaída te mantuvieras erguida, demostrándole a la vida y a tu familia que había más de ti.

Eres la dueña de tu vida

Me pregunto por qué el destino me pone a toparme contigo. Otra vez te encuentro sentada en la escalera contemplando el cielo que poco a poco deja caer diminutas gotas.

Helena sonreía como si hubiera encontrado el tesoro más preciado. Caminé cerca de donde estaba y, por primera vez, recibí un trato amable de su parte: “Buenas tardes”, me dijo sonriendo. No esperó a que yo la saludara primero.

Ese día sentí que algo maravilloso te había ocurrido por la forma en que tus ojos miraban la lluvia. Te levantaste y con regocijo te dirigiste hacia tu departamento. Era el surgimiento de algo nuevo, decidiste tomar el timón de tu vida, cambiar para bien. Conseguiste un empleo que te dio dignidad como persona.

Fue una gran decisión dejar el alcohol, las drogas y todo aquello que te dañó en el pasado. Ahora caminabas por las calles con la cabeza en alto. Y me motiva saber que todo esto lo hiciste por ti, no por nadie más. No te importó el gran desafío, lo asumiste y no miraste hacia atrás.

Helena se sentía feliz, lo reflejaba en su rostro. Solo salía de casa para laborar. Demostró que, a pesar de haber sido víctima de las adicciones, logró superarlas luego de cuatro largos años. Y cada día lucha por no recaer. Ya no es Helena, la Indigente, como todos la llamaban. Ahora es Helena, la gran mujer y la buena vecina que se solo se preocupa por llevar el pan a casa.

Eres también una mujer que motivaste a una joven a escribir sobre ti para que otras personas conozcan tu historia, porque, a pesar de tus difíciles circunstancias de vida, lograste salir adelante.

Chiquita luchó con su adicción por tener una mejor vida, creyó en ella y así logró salir del abismo.

Helena, tú me inspiras.