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La fuerte mujer nacida en 1979, de nombre Yulisa Cuñapa, esposa de Bolívar C., es madre de tres hijos: Bolívar, Romario y Rosalía. Hay un refrán que yo mismo me digo y es: “Los que atendían, ahora son atendidos”. ¿Lo entendiste? ¡No! Bueno, te lo explico.

Primero, viajemos en el tiempo. En el 2000 Yulisa tuvo a su primer hijo llamado Bolívar Ají. Por aquellos años, ella tenía un alto consumo de azúcar que no supo manejar en su momento, que le ocasionaría una terrible pesadilla en el futuro.

Sus días transcurrían normales. En el 2005 nací yo, Romario, su segundo hijo. Pero fue el 12 de septiembre de ese año, luego del parto, cuando los médicos le dieron la noticia de que había sido diagnosticada con diabetes.

“Bueno, igual mi vida sigue”, se dijo Yulisa. Pero quien no estuvo nada bien con el anuncio fue su esposo Bolívar, debido a que tenía una idea de lo que podría pasar más adelante.

Ella continuó junto a su familia, buscó trabajo para sustentar a sus hijos y ayudar a su marido. La vida comenzó a ir tan bien que se mudaron a Río Chico, en Pacora, a una casa más grande y cómoda.

Pero, en 2015 la bomba de tiempo explotó. Su consumo de azúcar del pasado ahora le pasaba factura. Presentaba desmayos y desnutrición, entre otros malestares.

A pesar de su enfermedad, el 15 de julio de 2016 nació su última hija: Rosalía. Luego de un mes del parto, por motivos de salud, Yulisa tuvo que quedarse internada en el hospital, donde permaneció por espacio de medio año.

Recuerdo que antes de que la ingresaran, mi hermano y yo la vimos como un roble, corpulenta y con muchas ganas de continuar. Cuando volvió a casa era todo lo contrario. “¿Mamá, mami, por qué estás tan flaca?”, le preguntamos. Ella solo respondió con un beso en la frente y un profundo silencio.

Hoy día mi madre está en cama y ha ido perdiendo el apetito. Quien fuera una mujer vigorosa, ahora cada día está más débil y tiene menos ganas de vivir.

Lo que la mantiene en pie es el amor que nos tiene, así como el temor de morir y no ver triunfar a sus tres hijos.

A pesar de estar frágil, Yulisa se esfuerza por no dejarse vencer. Es una mujer empoderada, ya que es fuerte de espíritu para seguir viviendo, fuerte para que la enfermedad no la derrote y está confiada en que sobrevive por el cariño a su familia.

Mi mamá es una mujer a la que le gusta mucho el campo. Nació y creció en un pueblo llamado Jinotega, situado al norte de Nicaragua, lejos de la capital Managua. Desde que tengo uso de razón ella siempre ha trabajado para educarnos a mi hermana y a mí. 

Cuando yo tenía seis años, mi mamá vino a vivir a Panamá y me dejó a cargo de otros en nuestro país natal. Se alejó de nosotros, su adoración, para que viviéramos mejor con el dinero que nos mandaba, ya que en Nicaragua no se gana muy bien. 

Por un tiempo estuve con mi abuela, hasta que nos mudamos de casa, mientras que mi mamá trabajaba en el Istmo. Así mismo, mi prima nos ayudó en el colegio, y por ese motivo fue a vivir con nosotros para cuidarnos. 

Mi madre nos visitaba cada diciembre para disfrutar Navidad y Año Nuevo en familia. Se quedaba dos meses y luego regresaba a su trabajo.

Recuerdo que la forma de comunicarse con nosotros era por videollamada. Cada vez que lo hacía me ponía feliz. Ella emigró para mantenernos, pero como yo era tan chiquito no lo entendía por completo. La extrañaba tanto en aquellos días.

En el 2019 mi madre empezó a hacer la diligencia para traerme con ella a tierras canaleras, no obstante, en el primer intento no pude viajar. Fue hasta marzo de 2020 cuando llegué a Panamá con mi abuelita.

Justo en ese tiempo empezó la pandemia de COVID-19. No pude pasear ni conocer este hermoso país, pero mi mamá seguía laborando. Me sentía feliz de poder darle todos los abrazos que de pequeño no logré brindarle. Ahora comprendo que ella se privó de su propia felicidad para que tuviéramos una buena educación.

En este momento, que por fin está toda la familia reunida en Panamá y luego de ver el amor que tiene mi madre, aprendí a valorarla aún más por sus sacrificios. No cualquiera se alejaría de su hijo pequeño, pero sé que pensó en nuestra situación económica. Ella es capaz de invertir todo su esfuerzo en sus hijos. 

Ahora que estamos juntos me da muchos consejos. Me queda claro que ella desea verme como un profesional en el futuro. Me he trazado la meta de graduarme, seguir mis estudios universitarios y así lograr que ella deje de trabajar, descanse y pueda disfrutar de la vida, sin preocupaciones.

Amo verla feliz, su sonrisa me da alegría. Sé que no es perfecta, pero para mí sí lo es. Por mi madre conocí este lindo país y hemos visitado lugares hermosos. Si ella no se hubiera ido de Nicaragua, sería más difícil cumplir mi sueño educativo, aunque sé que igualmente lo lograría si está detrás apoyándome.

Esa mujer de campo que tuvo la valentía de dejar su tierra es una mamá virtuosa que nos ama. ¡Gracias, Doris Castro por ser como eres!

Mi abuela Leonelda Guerra, a quien a la vez considero mi madre, es una mujer que se llenó de poder en situaciones adversas. Tuvo que soportar la muerte de su hija, pero, aun así, siguió adelante con todo y el dolor de la pérdida porque se quedaba con una parte de ella, el recuerdo más preciado: yo.

Tengo maravillosos recuerdos. Justo hay uno que atesoro y fue ese momento en que, tras varios años, nos mudamos de nuestra primera casa a otra. Ella aguantó muchos malestares, dolores de cabeza, aunque siempre cumplía con todos los quehaceres del hogar. Lo cierto es que con todo y el apoyo que a veces recibía del resto de la familia, apenas podía descansar. 

Particularmente, me gusta que mi abuela se hace respetar por su buen trato hacia los demás. Nunca he notado que se considere superior a nadie. No necesita hacerlo para evidenciar que es una mujer luchadora y empoderada. 

Ella me sacó adelante y sufrió por mí. Afirma que es mejor levantarse que quedarse en el suelo a llorar. Un ejemplo de ese coraje lo dio cuando mi madre, que me trajo al mundo, se fue al cielo. La abuela nos enseñó a ser educados, tolerantes, independientes; pero, sobre todo, nos recordó que la vida es el regalo más importante que hemos recibido y no debemos desperdiciarlo, ya que todos moriremos.

Siempre estaré agradecido con la mujer que ha sido padre y madre para mí. Con ella aprendí valores y modales, como decir buenos días al entrar a algún lugar o buenas noches al ir a la cama. También me mostró cómo rezar.

Mi abuela me ha defendido de todos los males. Estuvo ahí cuando casi nadie más lo estuvo, por eso la respeto y valoro mucho. Ha sido mi guía y mi luz en todo momento y no quisiera perderla, pero sé que es inevitable. Comprendo que debo seguir adelante con todas sus enseñanzas, porque ella es lo que más quiero en esta vida.

Mi madre, Isidora Vargas, hace hasta lo imposible. Mediante gran esfuerzo y sacrificio da todo por sus seres queridos. Muchas veces queremos decirle tantas palabras bonitas a esa mujer que nos dio la vida, quien además es responsable, respetuosa, trabaja para darnos qué comer y nos enseña a respetar a los demás; hoy es un buen día para expresarlo.

Isidora es muy atenta con su familia. Desea lo mejor para nosotros. Nos apoya en nuestros estudios, nos aconseja para que nos vaya bien. Siempre nos orienta para que no fracasemos y nos dice que busquemos lo bueno. 

Con seguridad nos habla acerca de cómo enfrentarnos en un mundo donde a veces hay tanta maldad. “No hay mujer más feliz que aquella que se sabe valorar. Lo más lindo en la vida es sentirse orgullosa de quién eres, creer en ti, verte al espejo, amarte y saber que has podido con todo”, suele reflexionar sobre su fortaleza.

Para ella, el amor propio es algo bien importante. “Nunca dejarás que alguien te haga creer que vales menos. Creo en ser fuerte cuando todo parece ir mal, que las mujeres felices son las chicas que lucen más bonitas; que mañana es otro día y creo en los milagros”, tiene como mantra. 

El tiempo y las experiencias le han enseñado mucho, por lo que se valora más en la actualidad: “No permito que la palabra de otra persona me afecte, no lloro por lo que no vale la pena, descarto la falsedad y no corro detrás de alguien que no quiere estar conmigo. Soy única y extraordinaria”.

Y exhorta: “Puedes lograr todo lo que te propongas, no permitas que nadie lo arruine. Siempre apunta alto, trabaja duro y preocúpate profundamente por lo que crees. Cuando tropieces mantén la fe y cuando te derriben vuelve a levantarte; nunca escuches a quien te diga que no puedes o no debes continuar”.

Suele advertir que el talento nunca es suficiente y que, por lo general, los mejores jugadores son los que más trabajan, por eso hay que esforzarse, recalca.

“No hay límite para nosotras. Como mujeres podemos lograr lo que nos propongamos”, repite en diversas ocasiones. Así me aconseja mi madre Isidora, quien con su optimismo me hace más fuerte. Sé que la experiencia de los años es la que habla. Cada noche, cuando me acuesto, analizo y pienso que es una mujer luchadora. Me contagia para ser una buena persona, positiva, alegre y sonreír cuando hay problemas, pues solo tenemos una vida, entonces debemos disfrutarla.

Además, he aprendido con ella que debemos trazarnos metas, pensar que nada es imposible, aunque parezca difícil lograrlo. En nuestro interior debe haber una fuerza poderosa que nos impulse para llegar a donde hemos soñado.

Cuando me pidieron escribir de mujeres que inspiran, fue inevitable pensar en mi familia. En ella hay una lista de nombres femeninos a quienes puedo rendir honores. Voy a resaltar a dos. 

Voy a empezar con mi madre Aixa Guevara. Ella trabaja día a día para sacarnos adelante a mis hermanos y a mí. Su deseo es que seamos profesionales. De solo pensarlo ya me siento orgulloso de todos. 

Es humilde, amable y amistosa. A la par de esas cualidades, lucha por lo suyo cuando corresponde. Además es solidaria con quien lo necesita. Es una guerrera que en todo momento busca la manera de perseverar.

Otra aguerrida, que valoro mucho y que es muy especial, es la abuela Isidora Vargas. Siempre nos ha cuidado y nos ha transmitido querer a los demás. Se esfuerza por sus hijos Julio y Katherine, así como antes lo hizo con sus otros hijos mayores Aixa, Eleyda, Betzaira e Isidora, que ahora son adultos. 

Isidora es cortés, respetuosa y gentil. Nos enseña a ser educados, modestos y a ayudar a quien lo requiera. También nos insta a que estudiemos hasta convertirnos en personas capacitadas autosuficientes y así no deber nada a nadie.

Las madres siempre dan buenos consejos. Aixa e Isidora así lo hacen. Tienen ese encanto secreto para mimarnos y tratarnos como niños, aunque el tiempo nos vaya convirtiendo en adultos. Ser madre es un ejercicio constante de empatía y paciencia, según he podido ver en la abuela y mi mamá. 

El amor de una madre es como la paz: no necesita ser adquirido, no necesita ser merecido. Es el combustible que hace al ser humano lograr lo imposible.