El 8 febrero de 1952 nació en Quebrada Grande, provincia de Los Santos, Celinda Batista González, mi abuela. Chela o Mamá Chela, como la llamaban de cariño, era la cuarta hija de Everardo Batista, conocido en su pueblo como Vera o Sopa, y Fidedigna González, Linda. Sus hermanos siempre decían que ella «parecía un hombre» por su valentía y por no temerle al trabajo fuerte.

En sus años mozos decidió estudiar magisterio en el Juan Demóstenes Arosemena, en Veraguas, y esa meta la logró con el apoyo de su familia.

A mi abuela siempre le gustó jugar y ver los partidos de béisbol. Así conoció a su esposo, mi abuelo Francisco Javier Vergara, Papaíto, con el cual contrajo matrimonio después de graduarse. Ese acto de amor ocurrió un 8 de marzo de 1975 en la Iglesia de Santa Librada de Las Tablas.

La pareja se mudó a Loma Bonita, en Las Tablas. Al siguiente año, un 29 de abril de 1976, nació la primera hija de Chela después de que, gracias a su coraje, cabalgara en busca de ayuda para salvar la vida del señor Chico, su suegro, quien se había envenenado fumigando potreros. En medio de esa crisis nació mi madre, Cidia. Por entonces, Mamá Chela impartía clases como maestra en escuelas primarias de diferentes comunidades cercanas a donde residía.

Con una niña de un año y medio en sus brazos, mis abuelos viajaron hacia la ciudad capital para probar suerte. Solicitaron la ayuda de mi bisabuelo, Papá Vera, el cual les prestó la suma de B/. 100.00 de los de entonces. Papaíto antes de conocer a Chela ya había trabajado en Panamá y tenía amistades que le ayudaron en esa provincia.

Fueron esas conexiones quienes le consiguieron en San Miguel, Calidonia, en la planta baja de un caserón de madera, un cuarto para poner un negocio y dormir con su familia. Mi abuela fue nombrada en una escuela en el barrio de El Chorrillo.

En 1977 nació su segundo hijo: Delkis Javier, pero a los meses sucedió una desgracia en el gran caserón: el inmueble se quemó. Mis abuelos, junto a vecinos, salvaron lo que pudieron. Ellos no se rindieron y siguieron luchando, así consiguieron un nuevo establecimiento en Parque Lefevre, y mi abuela comenzó a enseñar en un plantel en Cerro Azul, a donde llegaba a bordo de tractores con cadena. Por estar en un área de difícil acceso, pasaba mucho tiempo lejos de casa, aunque continuaba ayudando a su esposo en el negocio y se hacía cargo del hogar cuando estaba.

Un día Chela llegó a su casa del trabajo y vio la alegría entre llantos de sus pequeños al verla. Fue cuando decidió sacrificar su carrera por amor a los suyos. Mi abuela decía: «No he renunciado, solo cambié de profesión». Al pasar los años, los abuelos encontraron un local más grande en Buenos Aires de Chilibre, donde administraron la abarrotería Delkis.

Uno de sus clientes fue quien le informó a Mamá Chela que alquilaban un espacio en Chilibre Centro con opción de compra. Con el favor de Dios, por su carisma, logró obtener el lugar. Días después se movieron a ese establecimiento que era mucho más grande. La abarrotería era un lugar próspero y visitado por personas de todos lados. La abuela era muy querida en la comunidad, por su trato justo y su permanente colaboración.

Después de dieciséis años, la familia tuvo la grata noticia de su tercer hijo. Cuatro años más tarde Chela se enteró de que iba a ser abuela, y recibió a la criatura como si fuera de ella, y así cada nieto fue tratado como un hijo más. Luego decidió descansar y retirarse a su pequeña finca, alquiló su negocio, educó a sus nietos, por lo que volvió a ser una educadora a tiempo completo, algo que ya había hecho con sus hijos, e indirectamente con sus empleados, sus clientes, sus proveedores y cada persona que formó parte de su vida.

Mi abuela enfrentó la adversidad de perder a su madre, a un nieto y vencer un cáncer. Lamentablemente, la perdimos muy joven: murió a los 65 años de una diabetes que en silencio la acabó. El 29 de mayo, tres días después de nacer su octavo nieto, falleció Celinda Batista de Vergara. Dejó un legado de sacrificio, trabajo y, sobre todo, una educación en amor. Todos sus hijos, nietos, familiares, amigos y clientes siempre recordarán a la señora Chela, la de la tienda Delkis, la que siempre te recibía con una sonrisa, un chiste, y te alegraba tu día.

Iris Quintero nació en la ciudad de David, provincia de Chiriquí (Panamá), en 1980. Desde los ocho años comenzó a trabajar al lado de sus padres en los cafetales. Fue un tiempo de lucha y muchas ganas de salir adelante junto a los suyos, actitud que ha reflejado el resto de su existencia.

Estudió en la Escuela Primaria de Río Sereno, donde se destacó por siempre ser muy aplicada, pues le gustaba obtener buenas calificaciones. Llegaba del plantel a su casa a repasar lo aprendido en el aula y a realizar las tareas asignadas. De verdad que amaba ir a clases.

Al ingresar al Colegio Secundario de Renacimiento, a sus trece años, fue un cambio fuerte, pero tuvo que adaptarse a su nueva realidad. Sus padres trabajaban y ella junto a sus hermanas se encargaban de ver el café que tenían que cosechar y medir. También debía llevar a cabo oficios en casa.

En aquel tiempo la educación estaba basada en mucho respeto y obediencia hacia los progenitores. Cuenta que, cuando sus papás hablaban, se acataba lo que ellos manifestaban, y nadie se quejaba por nada. Eran épocas en que los padres ejercían autoridad con rectitud y formaban jóvenes independientes, capaces de enfrentarse a las situaciones más difíciles de la vida.

Los profesores de Iris eran estrictos, pero también comprensibles, como una segunda familia para sus alumnos. La joven se graduó en 1998. Para ese año sus padres se habían separado. Igual, ambos continuaron luchando por y para ella. Fue muy dolorosa la ruptura, pero ella siguió esforzándose porque siempre tiene y aplica una frase motivadora: “El ocio produce mediocridad, es importante mantenerse ocupado y trabajar para comer de nuestro propio sudor”.

Se fue a trabajar y estudiar en David, lugar donde nació; estudió la carrera de Química en la Universidad Autónoma de Chiriquí (UNACHI), sin embargo, no pudo seguir su formación por las carencias económicas que llevaba a cuestas y tuvo que volver a su pueblo, Río Sereno, allá se casó y tuvo a sus hijos. Menciona que su propia familia se convirtió en su principal motivo para progresar.

Decidió ser una verdadera emprendedora: comenzó haciendo rifas, vendía arroz con leche y tamales. Todo para ayudar a su esposo y a sus pequeños.

La vida ha sido de mucho esfuerzo para Iris, quien luchó para trabajar junto a su familia y así alcanzar sus metas. No entristece por no haber culminado sus estudios superiores, su fuente inagotable de fuerza son sus hijos, que además son su mayor orgullo porque se han convertido en hombres de bien.

Relato esta historia para aquellos que sienten frustración al no haber podido lograr todos sus sueños. Esta mujer irradia alegría e inspira a que seamos emprendedores. Especialmente, me llama la atención que motiva demasiado a los jóvenes de hoy a respetar a sus padres y a valorar lo que la vida nos regala.

Greta Hidalgo nació en una familia de clase media baja; aunque sus padres ganaban poco, nunca le faltó nada. Desde pequeña siempre fue competitiva y ambiciosa, cualidades que la impulsaron a estudiar con ahínco para obtener las mejores calificaciones. Además, solía ayudar a su madre cuidando de sus hermanos. Desde siempre fue una mujer de armas tomar.

Cuando consiguió graduarse de enfermera fue contratada en el Hospital de David, donde participó en Operación Sonrisa, una organización médica internacional sin ánimo de lucro. Allí brindó el posoperatorio a pequeños con labio leporino y paladar hendido, lo que fue una experiencia gratificante para ella como profesional y como ser humano. Sin embargo, pudo apreciar que podía dar un poco más, así que reinició sus estudios, esta vez en la Facultad de Medicina.

Tuvo que hacer muchos sacrificios personales, porque ya estaba casada y tenía un bebé. Sus últimos tres años de estudios superiores fueron en la ciudad capital, así que cuando podía, viajaba para reunirse con su familia en David, en la provincia de Chiriquí.

A lo largo de su vida, Greta Hidalgo ha experimentado varios hechos insólitos y sobrenaturales, que a menudo suele narrar en reuniones familiares. En una ocasión, siendo estudiante de enfermería, tuvo que dar servicio en la comunidad Brisas del Río, en Volcán. Recuerda que estaba realizando una encuesta y observando datos junto a otras personas. Terminaron a medianoche y fueron a descansar, de repente escucharon las pisadas de muchos caballos y el sonido estridente de una carreta. Luego, el chasquido del portón abriéndose. La brisa soplaba con violencia y se oían los platos de la vajilla como si fuesen sacudidos y lanzados contra la pared en la habitación del piso inferior. Hubo una breve pausa, seguida del chof, chof, chof de pisadas de botas en la escalera, que parecían dirigirse a las habitaciones y acercarse a ellas. Sabía que eran botas, porque se oían como si tuvieran espuelas. Llamaron a gritos a las colegas de la habitación contigua y no hubo respuesta.

Al día siguiente Greta y la otra muchacha, aún aterradas, contaron lo ocurrido; pero las demás compañeras dijeron no haber escuchado nada. En la noche siguiente les ocurrió lo mismo a las incrédulas enfermeras, con la salvedad de que esta vez fue Greta quien jamás se enteró de nada. Luego de una semana de ese raro suceso, apareció el cuidador de la casa quien confesó que ahí había ocurrido una muerte violenta hacía muchos años atrás. Greta piensa que quizás después de eventos como esos queda algo de aquellas almas que no lograron alcanzar la paz.

En otra ocasión, trabajó en un hospital rural que quedaba cerca de un cerro, donde a veces oía aullar a los lobos. En ese tiempo escuchó una historia contada por un lugareño, que decía que muchos años atrás, durante la época del general Omar Torrijos Herrera (jefe de Estado de Panamá entre 1968 y 1981), un helicóptero aterrizó en el cerro dejando misteriosamente unos sacos de los que salieron una pareja de enormes lobos. Desde entonces se les escuchaba aullar y rondar por los alrededores.

Ella solo había escuchado aullidos en la distancia, hasta que una lluviosa madrugada, viajando hacia David, su vista adormecida logró reconocer a uno de esos furiosos animales en la carretera. El conductor del bus se detuvo. Era mucho más grande que un perro, con un pelaje color café, enormes patas y ojos amarillos; al sentirse observado lanzó un aullido y huyó entre la oscuridad del monte.

Greta es una mujer muy valiente y decidida, como doctora también tuvo que hacer frente a la pandemia del COVID-19. Al inicio, tanto sus colegas como ella tenían mucho temor porque había mucho desconocimiento de esa enfermedad y fue llamada para ser capacitada en la toma de hisopados. Resultó duro y estresante, pues muchos médicos murieron prestando ese servicio. La valerosa Greta estaba todos los días, a todas horas, sin descanso atendiendo llamados de los pacientes, incluso de madrugada, para coordinar la ambulancia que algún enfermo necesitara.

Una mañana de domingo, cuando el sol apenas daba sus buenos días, Greta se encontraba sola, organizando los expedientes de pacientes positivos, cuando de pronto vio la silueta de alguien en la puerta de la oficina; fue solícita a ver quién era, pero ya no estaba… Le preguntó a un antiguo médico quien le comentó que tiempo atrás ahí había muerto una señora.

Lo cierto es que en esa profesión se viven muchos eventos extraños, y en los pueblos hay historias que suceden para ser contadas.