Esta historia comienza con don Guillermo Gámez y doña Gloria de Gámez, ellos residían en La Ceiba, departamento de Atlántida. Cuando Iris Juventina nació, ya la familia Gámez tenía cuatro hijos mayores; ella solo conoció a dos. Don Guillermo en esa época era sargento de la Policía y ofrecía sus servicios en la cooperativa de la ciudad, por eso la niña solo lo veía una vez por semana.
Tiempo después la madre toma la decisión de trasladarse sola a Tegucigalpa. Don Guillermo vende sus terrenos y se muda a su pueblo natal con sus hijos; en este lugar solo vivió un año, durante el cual Iris Juventina vio cómo sus hermanos abandonaban el hogar que el padre con mucho esfuerzo intentaba mantener solo. La precaria situación que vivían era asfixiante, deprimente. Aquel hombre fuerte iba perdiendo el brillo de sus ojos que tanto lo caracterizaba.
Cuando Iris cumplió cinco años, su padre viajó con ella y su hermana menor a Tegucigalpa en busca de doña Gloria, con el objetivo de que ella las cuidara por un tiempo mientras él solucionaba unos problemas; para mala fortuna, la madre no era muy cariñosa con las niñas y rápidamente buscó al padre para que regresarlas. En casa de don Guillermo solo estaba su madrina, quien sintió horror y tristeza al ver a las dos niñas escuálidas enfundadas en harapos sucios y pies descalzos.
Tiempo después don Guillermo se encontró a un primo que lo invitó a su casa y cuya esposa, al querer ayudar, se ofreció a cuidar a una de las dos pequeñas. Eligió a la menor, pero esta no logró adaptarse a la nueva familia, entonces decidieron quedarse con Iris, quien terminó viviendo con el matrimonio y se separó definitivamente de lo que una vez fue su familia.
Iris Juventina Gámez tenía la esperanza de que en ese nuevo hogar su vida fuera más fácil. Al llegar a la secundaria trabajaba por las tardes para poder pagar sus materiales escolares, además ayudaba en los quehaceres del hogar que la había acogido. En todo ese tiempo ella comprendió que no importaba la adversidad; si se esforzaba, no habría situación que no pudiera superar.
Su pasado hizo que la madurez floreciera a una edad muy temprana. Sacrificando su niñez, logró tener un temple de acero para su futuro y dar a sus hijos el cariño y la seguridad que de joven nunca tuvo.