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Dolor, desesperación y sufrimiento, lo que viví para poder llevar adelante a mis hijos con un largo viaje a México.

Soy Mariana López, ciudadana de Nicaragua. Después del fallecimiento de mi pareja a consecuencia de un cáncer cerebral, tuve que ganarme la vida lavando y planchado ropa, también debí luchar para pagar la mensualidad del cuarto donde vivía con mis hijos Juan y Alberto.

Para adquirir una residencia propia emprendí el viaje rumbo a México, donde esperaba ganar más dinero en la búsqueda de cambiar nuestra difícil situación económica. Fue necesario conseguir mil dólares con un prestamista, la condición era abonar a la deuda, depositando en una cuenta una cantidad establecida. Con la plata en mano saqué mi pasaporte para poder viajar de forma legal y compré un boleto de autobús con destino a la frontera de Honduras, país vecino de Nicaragua.

Antes de partir le rogué a mi hermana mayor, María, que cuidara de mis hijos mientras estuviera en México, con la cláusula de que enviaría dinero al momento de trabajar para que solventara los gastos de su hogar. Juan y Alberto al final se quedaron con tía.   

Inicié la travesía el 29 de junio del 2006. Recuerdo que poco a poco en el transcurso del viaje iba bajando la temperatura, el recorrido tardó seis horas y media hasta la frontera hondureña. Con mis documentos legales logré pasar sin problemas la revisión en la aduana llevando sólo una maleta pequeña de color azul. Era de noche y pude llegar a un hotel para descansar, así que me dispuse a levantarme temprano para seguir avanzando.

Al día siguiente, abordé tres buses para cruzar todo el territorio de Honduras y alcanzar la frontera con El Salvador. Aún recuerdo el ruido de uno de los vehículos y una señora que bebía café mientras yo podía dormir plácidamente. Al arribar me instalé en un hotel para salir nuevamente al alba, me monté en un autobús con destino a la frontera, ahora de Guatemala.

Fue un traslado marcado por la lluvia. Llegué muy cansada, a las 6:00 p. m., en eso noté un transporte con migrantes que iban al mismo país que yo, así que decidí sumarme a ellos para alcanzar más rápido mi destino. En la capital de Guatemala pregunté a un señor qué vehículo se dirigía a la frontera con México. Me señaló uno y me dijo que salía en 30 minutos. Tomé un café, abordé el autobús y en poco tiempo ya estaba en mi destino.  

En el país azteca me movilicé a un lugar donde me comentaron que buscaban trabajadores para el área de costura. De inmediato empecé a laborar con todas las energías posibles, para de esa manera pagar prontamente las deudas que dejé en mi tierra natal, y también para mantener los gastos de mis hijos y ahorrar para poder reencontrarme con ellos.

Después de tres años de permanecer fuera de mi hogar regresé a mi patria, con mis deudas canceladas. Los ahorros me sirvieron para instalar un taller de costura y gracias a Dios compré mi propia casa y pagué los estudios de mis dos hijos; confío que en un futuro cercano ellos se convertirán en unos exitosos profesionales.

Este fue el viaje de una madre que lucha por sus hijos, al igual que lo hacen miles de mujeres centroamericanas que abandonan su hogar en busca de mejores condiciones económicas para su familia.

La vida es como una ruleta, nunca sabes lo que te va a tocar o cuando llegará a su fin, ¡pues hoy estamos, mañana quién sabe! 

Con orgullo te digo que me llamo Liliana Prado Campo. Voy a compartir contigo lo que aprendí junto con otras valientes mujeres en el sanguinario campo de batalla durante la década de 1980, esos años que fueron los peores que me ha tocado vivir y que estoy segura que nunca olvidaré.

Una linda y soleada mañana del lunes durante el mes de enero, en el pueblo La Mona, me encontraba en el río lavando ropa, cuando escuché el sonido inconfundible de un camión, el cual llegaba a reclutar obligatoriamente a hombres y mujeres para ser enviados al campo de batalla con el argumento de defender a la patria. De esa manera nos llevaron a mí y a mi esposo Arturo Pellas junto a otros 50 civiles de la comunidad.

Nos asignaron a un campamento en las montañas. Por la posición en la que se encontraba, era un buen punto de defensa, salvo por el río, ya que este cubría nuestra visión y el enemigo podía ocultarse fácilmente. Ese era el talón de Aquiles. Las mujeres éramos asignadas a la cocina, pero todas recibimos el mismo entrenamiento militar que los varones.

Una mañana partió un pelotón a defender la base militar vecina, entre ellos iba mi esposo Arturo. Con lágrimas y besos me despedí de él. Mientras el batallón se perdía en el horizonte, mi esperanza de volver a verlo se desvaneció. Esa misma tarde llegó un comunicado que decía que tropas enemigas intentarían atacar a nuestro refugio.

La batalla nos llegó en horas de la mañana, nuestros soldados defendían con valor nuestra posición, pero el enemigo se dio cuenta de nuestro punto débil, la ribera del río, y desde allí empezaron a atacar, debido a la falta de reclutas para proteger esa zona. Un grupo de valientes mujeres nos ofrecimos a luchar para defender el lugar, al capitán no le pareció buena idea, pero no tuvo otra opción, así que nos armó con un AK-47 y tres granadas a cada una y nos envió al río.

Las balas volaban por doquier y el olor a pólvora se esparcía por todo el ambiente. Tengo que destacar la valentía de una compañera, Guadalupe, quien arriesgando su vida logró lanzar una granada que alcanzó al francotirador enemigo, causando su muerte; aunque él ya había asesinado a cinco de nuestras combatientes. Cuando este cae, nosotras nos levantamos y, sin piedad, empezamos a repartir balas hasta que no quedó ningún contrario en pie. Justo en el instante que creía que todo había acabado, un soldado disparó contra Guadalupe y ella falleció. A la mañana siguiente me llegó la terrible noticia de que mi amado también había perecido, debido a una explosión.  

Ya han pasado 23 años desde aquellos hechos, pero nunca olvidaré la valentía de esas honorables mujeres que tomaron un arma y me acompañaron a defender a mi patria. No me enorgullezco de los asesinatos que cometí en el campo de batalla. Hoy día soy doctora, así que ya no quito vidas, por el contrario, ayudo a salvarlas.