Raquel Hernández, una mujer valiente. Ana Muñoz
TEXTO CORREGIDO
Me encontraba sentada tomando un café en la terraza del lugar que considero mi hogar, una pequeña comunidad donde siempre huele a dulce – será porque cultivan caña-, Santiago de Veraguas. De repente, surgió una pregunta: ¿Quién es la mujer más fuerte que he conocido? Coincidentemente, alguien pasa detrás de mí y se sienta a mi lado. La miro y sus ojos achinados me dan la certeza de lo que necesito, mientras sostiene un tejido entre manos ¡Es mi abuela!
Apenas se acomoda en el taburete, le lanzo la pregunta con la que considero mi respuesta: por supuesto, eres tú, mi amada abuela, y ella se quita los lentes y se cubre los ojos con sus manos…
Giro mi cuerpo hacia ella, la miro cuidadosamente y la obligo a recordar las historias y travesías que siempre me cuenta mostrándome fotos que evidencian la aventura de la que una vez fue una joven educadora. Son anécdotas peligrosas, algunas tristes y otras, hermosas y felices.
Recuerdo, dijo, mientras me acercaba a escuchar con curiosidad la nueva historia, cuando tuve que irme a San Blas y me vi obligada a dejar a mi mayor tesoro, mis hijos, a mi familia y amigos, para llegar a un lugar desconocido con personas nuevas y nuevo idioma. Fue difícil, pero considero que fui fuerte y me aventuré en una avioneta blanca que me llevó al aeropuerto de El Porvenir para después abordar un cayuco que me conduciría a mi destino, la isla de Soledad Mandinga. Me sentía igual al nombre de la isla. En ese lugar ejercí mi profesión de educadora – recordó con orgullo.
– ¿No te dio miedo?, pregunté.
– Sí, pero lo hacía porque necesitaba el trabajo y devengar un sueldo, quería lo mejor para mi familia- expresó, en tanto se le dibujaba una sonrisa amable y seguía mientras tejía una de sus toallas. Le encanta bordar y coser.
-Con el pasar de los días, la isla y sus pobladores me parecieron maravillosos. A pesar de no entender el idioma, supe comunicarme con ellos por señas y así fui conociendo uno que otro morador que sí hablaba español y así aprendí pronto la lengua guna y pude darles clases a los niños en aquella escuela multigrado en el archipiélago de San Blas.
Recuerdo que, desde niña, mi abuela se encargó de hacerme una gran cantidad de vestidos, toallas y almohadas. Siempre ha estado conmigo, aún desde la distancia, cuando trabajaba como maestra. Me ayuda en todo momento, brindándome tiempo y dinero.
Es una mujer paciente que siempre repite la frase de mi bisabuelo “nunca te canses de hablar” y de esa forma crio a sus tres hijos, siendo mi madre la mayor.
Le doy un último sorbo a la taza de café caliente que tengo entre manos y la vuelvo a observar: ella es la mujer que me inspira, una mujer con una fortaleza de espíritu digna de admirar. Todas deberíamos ser así, pensé, mientras se escapaba una risita de mi boca.